Algunos privilegiados no tenían que quedarse en casa para escuchar la
novela. Tenían radio de pilas y salían a la calle muy orondos con su radio a
todo volumen. Sí, porque todos entendían que el afortunado estaba compartiendo
su privilegio. Él ponía el volumen tan alto como era posible, muy cerca de su
oreja y los agradecidos transeúntes, compañeros de viaje en guagua, o simples
compañeros de cola, se le acercaban también tanto como les era posible, y hasta
amenizaban aún más la situación con sus comentarios y opiniones.
De la misma manera que era entonces de buena educación, al menos para la
mayoría bulliciosa, escuchar el programa favorito tan alto como se pudiera,
para llegar a la mayor cantidad posible de personas, y en parte por esa misma
causa, era mejor el equipo cuanto más
grande fuera. No era bien visto un radio pequeñito, que apenas ocupara lugar,
pesara poco, y se escuchara bajito. No. Era de muy buen ver un aparato grande,
cuanto más mejor, llevado cómodamente a todo volumen junto a la oreja, y cargado
generalmente por el brazo fuerte y musculoso de un paseante que intentaba
aparentar abstracción y descuido.
Algunos equipos además eran, a su vez, grabadores y reproductores, y
esto los hacía oscuros objetos de deseo para todo el envidioso escuchante
callejero.
No habían llegado las Walkman, era una generación de hombres fuertes y
de trabajo, acostumbrados a que ningún placer era gratuito, sino que conllevaba
sacrificio. Y sacrificio, sí, pero también orgullo, tanto por el placer de no
perder ni un capítulo, ni una grabación favorita, como por esa sensación de goce
que se experimenta al hacer un bien al prójimo, sobre todo a un prójimo tan pagado
y expresivo en su agradecimiento como el cubano de a pie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario