Cuando los tres hermanos, como un equipo de rescate, lograron salir
furtivamente de la casa del viejo Ricardo con el descalabrado perro Despojo malamente
cargado a seis manos, no sabían que justo en el instante en que ellos como unos
ladrones bajaban la escalera del temido vecino, una pelota de beisbol de las de
poly, es decir, de las más duras, había entrado por la puerta del balcón, sobrevolado
toda la casa, atravesando en línea recta el salón y casi todo el pasillo hasta
caer de severo rebote en la mesa de la cocina donde toda la familia escuchaba
la novela de Guaytabó. Para mayor precisión, en el momento en que la
transmisión cerraba con un exultante momento de tensión. La familia no pudo
saber cuál había sido el final del capítulo.
Ricardo, temblando de rabia y frustración se dirigió al balcón. Los tres hermanos lo
sintieron desde la acera y quedaron nuevamente paralizados, sin atreverse a dar
el portazo final, por miedo a que el viejo dedujera lo que no había sido capaz
de ver en su propia casa y frente a sus ojos. Conocían a Manolito, el niño que
ahora estaba en la acera de enfrente mirando suplicante al furioso vecino.
-
Ricardo, perdone, que la pelota se me fue de jonrón.
No fue con intención. El jonrón si fue con
intención, pero yo no quería que entrara en su casa. ¿Usted podría
devolverme la pelota, por favor?
-
Mira, muchacho, lo único que te voy a decir es que esa
pelota tú no la vas a volver a ver más nunca en tu vida. Así es que mueve el
culo y lárgate de mi vista, mariconcito de mierda.
-
Usted no me tiene que ofender. – dijo Manolito a punto
de llorar – Se lo voy a decir a mi papá…
-
Se lo dices a tu papá, a tu mamá… y al marido de tu
papá.
Los niños, vieron cómo Manolito se alejaba presuroso con un puchero
entre los labios y se perdía al doblar la esquina. No sabían si Ricardo
continuaba en el balcón. Quizás era mejor dejar la puerta abierta, pues en cada
caso un portazo en la casa del ogro ya no iba a pasar desapercibido. Pero
tenían miedo de moverse. ¿Y si al verlos despertaba el subconsciente dormido del
vecino y recordaba de repente lo que no había sido capaz de ver con sus ojos
abiertos? El instante en que los tres hermanos le pasaban por delante en la
misma cocina de su casa cargando un perro agonizante, mientras él escuchaba la
novela.
Piti se esforzaba acariciando al perrito Despojo para que soportara su
propia agonía.
Un instante después, apareció de nuevo Manolito en la esquina de la mano
de su papá. Parecían un original y una réplica en miniatura. Los dos de brazos
fuertes y musculosos, hinchados por debajo de la manga de la camisa, el tórax
muy ancho, y el cuello de toro. Algún día Manolito sería tan imponente como su
padre.
-
¡Ricardo!...
Por añadidura el padre tenía una voz de trueno. Por la llamada del padre
los niños comprendieron que en ese momento Ricardo no estaba en el balcón y que
habían perdido la oportunidad de escapar, pero ya era tarde. Además, aquello se
estaba poniendo más interesante que el final del capítulo.
-
¿Me solicitan?...
La voz de Ricardo sonó frágil, incluso agraciada cinco metros más
arriba.
-
¿Qué fue lo que usted le dijo a mi hijo?...
-
¿Ah… usted es el padre?... – la voz casi parecía la de
una vieja- Pero muchacho… ¿por qué has traído
a tu padre… si yo lo que estaba bromeando contigo?... En serio, ¿tú creíste que yo me iba a quedar con
la pelota?
-
Yo lo que le pregunto es ¿qué fue lo que usted le dijo
a mi hijo?
-
Mira la pelota aquí… muchachón – gritó Ricardo al
tiempo que se le escapaba un gallo-
cógela… ¡Mira como la cogió en el aire! Tremendo pelotero que es este muchacho.
-
Manolito… ¿qué fue lo que te dijo este viejo?
-
¡Que era una broma…! –Gritó Ricardo como un viejo
rockero- ¡Lo que le haya dicho era una broma!... Vamos, que son niños, y
nosotros somos adultos.
-
Sí, pero yo quiero reírme un rato, - respondió el
padre con un vozarrón tenebroso- tíreme la llave, que yo voy a subir un momento
a que usted me repita el chiste.
-
No hace falta que te tire la llave, Papá. La puerta de
la calle está abierta. Mírala.
Lázara, Perico y Piti echaron a correr con Despojo en brazos. Ya no
lograrían de ningún modo pasar desapercibidos.
Por increíble coincidencia tampoco Ricardo fue capaz de reparar en ellos
esta vez, ni de asociarlos en ninguna manera con la puerta abierta de su
vivienda, concentrado como estaba él mismo en sostenerse sobre sus piernas, sin
dejar escapar ningún fluido, a la vista del forzudo que se aprestaba a salvar
la altura que los separaba.
Cuando los niños volvieron a mirar atrás ya no vieron ni a Ricardo en el
balcón, ni a Manolito y su padre en la acera de enfrente. Nunca supieron cuál
había sido el final de ese capítulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario