martes, 14 de abril de 2015

LEALTAD

 La siesta tortura era el castigo preferido de los padres de Lázara y consistía en eso, tener que dormir una siesta colectiva sin tener ganas. ¡Qué casualidad que mientras “dormían”, los papás también se auto castigaban! Y nada de dormir sobre una hamaca colgada entre dos árboles, como muchas veces hacía el Charro Quiroga cuando tenía que esperar durante horas por su amigo Guaytabó. No… a dormir en dos literas estridentes que parecían protestar ellas mismas por el calor. En realidad nunca dormían.
Pero el correctivo esta vez fue inmovilización sobre silla, segundo en la lista de preferencias.
El padre llevó él solito a Despojo al veterinario y había que esperarlo sentado. Quizás iba a regresar sin el perro. ¿Qué importaba el castigo cuando el gran compañero probablemente estaba reventado por dentro? ¿Cómo podían existir peligros tan macabros?
El temerario Perico, se arriesgaba a levantarse de vez en cuando, iba de puntillas hasta el balcón y regresaba corriendo. Lázara y Piti hubieran preferido hacerse pipi en el asiento antes que desobedecer, a pesar de que la mamá tampoco estaba en casa.
Después de algunas horas el papá regresó con un saco que colocó en el suelo. Despojo asomó la cabeza y salió eufórico y torpe, con un yeso blanco en una de sus patas traseras. Según el veterinario, el hecho de haber tenido la sangre caliente en el momento de la caída lo había salvado del horrible reventón. El castigo se convirtió de repente en una fiesta, donde Despojo era el agradecido agasajado. La alegría duró varios días… hasta que el animalito en un arrebato de energía ¡se quitó el yeso!

Ese  yeso suelto con forma de pata de perro quedó para siempre como propiedad común de los tres niños y de Despojo. Ni los progenitores, ni ninguna otra persona lo podían tocar, pues salía a relucir una faceta agresiva y extraña en la conducta del perro. Ninguno que no fuera de la cofradía podía acercarse demasiado a ese yeso, tal y como si fuera un arma secreta o un amuleto colectivo. Había que aceptarlo así y tanto el padre como la madre estuvieron de acuerdo en reconocerlo. Después de todo ¿quién hubiera podido tomar algo de la montura de Okuko, sin el consentimiento de Guaytabó? ¿Quién hubiera podido acercársele mientras dormía si su fiel caballo estaba junto a él?

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