Era la hora precisa del mediodía en que todos escuchaban en la radio los
episodios de Guaytabó.
Sólo eso fue lo que permitió que Perico y Lázara descendieran sin ser
vistos primero hasta una caseta a media altura y después hasta la azotea donde
yacía Despojo gimiendo. Entre los dos lo cargaron. Pesaba mucho y era difícil
de agarrar debido a su intenso dolor, pero parecía colaborar y estar consciente
de que la ayuda era vital, incluso sus gemidos bajaron al nivel de un pitido
inaudible.
Había una escalera de caracol de hierro oxidado y descendieron por ella hasta
la casa de Ricardo, el malgenioso vecino, sin saber qué podrían argumentar en
caso de ser sorprendidos, como si no fuera suficiente todo lo que había pasado,
para que además el viejo fuera a dar las quejas a sus padres: Entrada ilegal en la vivienda.
Frente al patio de servicio de donde arrancaba la escalera había una
cocina con una mesa central y allí, de frente a los niños, Ricardo en persona
con su madre, su mujer y sus tres hijos. Todos de frente y mirando a un punto
fijo, inexistente, situado entre la Radio y el infinito.
Lázara y Perico entraron a la cocina por esa misma puerta del patio a
tres metros de la absorta familia, salieron sin saludar por la puerta de acceso
al larguísimo pasillo que iba directamente hasta el salón de la casa, situado
al frente con el balcón a la calle. Al
lado del salón, la escalera y dos puertas: una de madera, interior, y una reja exterior.
Había muchos ladrones y descuideros en La Habana, o eso pensaba Ricardo. Los
hermanos, sin soltar a Despojo, pudieron abrir las dos, cerrarlas, y luego
halar el cordel para abrir la puerta que daba directamente a calle un piso más
abajo.
Ricardo, su madre, su mujer y sus tres hijos, seguían sentados a la mesa
con la vista perdida en ese punto raro situado entre la Radio y el infinito.
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