martes, 24 de marzo de 2015

LA HORA DE LA NOVELA

Era la hora precisa del mediodía en que todos escuchaban en la radio los episodios de Guaytabó.
Sólo eso fue lo que permitió que Perico y Lázara descendieran sin ser vistos primero hasta una caseta a media altura y después hasta la azotea donde yacía Despojo gimiendo. Entre los dos lo cargaron. Pesaba mucho y era difícil de agarrar debido a su intenso dolor, pero parecía colaborar y estar consciente de que la ayuda era vital, incluso sus gemidos bajaron al nivel de un pitido inaudible.
Había una escalera de caracol de hierro oxidado y descendieron por ella hasta la casa de Ricardo, el malgenioso vecino, sin saber qué podrían argumentar en caso de ser sorprendidos, como si no fuera suficiente todo lo que había pasado, para que además el viejo fuera a dar las quejas a sus padres:  Entrada ilegal en la vivienda.
Frente al patio de servicio de donde arrancaba la escalera había una cocina con una mesa central y allí, de frente a los niños, Ricardo en persona con su madre, su mujer y sus tres hijos. Todos de frente y mirando a un punto fijo, inexistente, situado entre la Radio y el infinito.
Lázara y Perico entraron a la cocina por esa misma puerta del patio a tres metros de la absorta familia, salieron sin saludar por la puerta de acceso al larguísimo pasillo que iba directamente hasta el salón de la casa, situado al frente con el balcón a la calle.  Al lado del salón, la escalera y dos puertas:  una de madera, interior, y una reja exterior. Había muchos ladrones y descuideros en La Habana, o eso pensaba Ricardo. Los hermanos, sin soltar a Despojo, pudieron abrir las dos, cerrarlas, y luego halar el cordel para abrir la puerta que daba directamente a calle un piso más abajo.

Ricardo, su madre, su mujer y sus tres hijos, seguían sentados a la mesa con la vista perdida en ese punto raro situado entre la Radio y el infinito.


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