Por más fiel y obediente que sea un caballo, por más mítico y fabuloso,
no sabría jamás jugar a la pelota como lo sabe hacer un perro, y en esto habían
reparado tanto Lázara como Perico. Era una ventaja indiscutible de Despojo
sobre Okuko, el caballo de Guaytabó.
El discreto y sato perrito tenía
permiso para subir a la azotea cada vez que quisiera. Era una rutina que
significaba alivio para él y para la madre de los niños, quien no tuvo que
pensar jamás en qué hacer con los despojos de Despojo, los cuales al cabo de
unos días desaparecían pulverizados por el sol. Sin embargo los hermanos sí que tenían prohibido subir a la azotea,
porque las ansias de expansión hacían que perdieran la noción del peligro y los
muretes entre edificios apenas alcanzaban medio metro como línea divisoria
entre un nivel y otro de seis a veinte metros más abajo.
Pero muchas veces los hermanos se quedaban solos en casa y Perico, el
mayor, era muy echao pa’lante. Convenció a los pequeños de que no podía pasar
nada por subir media hora a la azotea a jugar con Despojo.
Colocados en dos edificios al mismo nivel en medio de la jungla de la
Gran Ciudad, se tiraban de una azotea a otra una improvisada pelota de papel
mojado, apretado con un cordel. El perro, desenfrenado, intentaba alcanzarla
antes que el receptor, saltando como un galgo por encima de los muretes. Tenían
que ser rápidos porque él era verdaderamente muy ágil. Lo mejor era intentar
confundirlo de manera que no supiera nunca hacia dónde iba a ir la pelota. Algunas
veces volaba entre Perico y Lázara, y otras entre Perico y Piti, el más pequeño
de los tres. Después, de repente, entre Lázara y Piti.
Aquello se estaba poniendo bueno, porque además empezaron a correr para
cambiar las posiciones, a cambiar de azotea, a tirar la pelota por detrás de la
espalda…
Despojo no se cansaba ni un poquito. Seguía, echando espuma por la boca,
y los niños riéndose a más no poder de cómo lo burlaban. La alegría comenzaba a
volverse un frenesí.
Pero Perico no era tonto. Había pasado ya más de media hora. Ordenó a
sus hermanos que interrumpieran el juego y los miró preocupado: Estaban
demasiado rojos y sudorosos. Sus padres podrían sospechar y si veían la pelota,
tendrían una prueba concluyente de la desobediencia. Entonces, sin dudar un
segundo en desprenderse de ella, la lanzó lejos.
Los tres niños se quedaron de piedra. Despojo se perdió de vista saltando
detrás del objeto. Se acercaron muy lentamente al murete para verlo, dos pisos
más abajo, exultante, con la pelota en la boca.
Después se derrengó lanzando un aullido de dolor.
Los hermanos, por primera vez en sus vidas, quedaron en la disyuntiva
entre la desobediencia y la lealtad. Si había una sola posibilidad de ayudar al
amigo pasaba por el reconocimiento de la falta cometida y la aceptación del
castigo posterior. Los alaridos de Despojo no les permitieron detenerse en la
duda y se lanzaron en la peligrosa aventura de descender aquellos dos niveles
de cualquier manera y rescatarlo de cualquier otra.
Perico había oído hablar de niños “reventados” por caídas semejantes,
Lázara había escuchado decir a Guaytabó que un caballo tenía que ser “sacrificado”
por la fractura de una de sus patas. Cada posibilidad era terrible.
Despojo seguía aullando mientras los miraba suplicante.
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