martes, 31 de marzo de 2015

¡RADIO PORTÁTIL!

Algunos privilegiados no tenían que quedarse en casa para escuchar la novela. Tenían radio de pilas y salían a la calle muy orondos con su radio a todo volumen. Sí, porque todos entendían que el afortunado estaba compartiendo su privilegio. Él ponía el volumen tan alto como era posible, muy cerca de su oreja y los agradecidos transeúntes, compañeros de viaje en guagua, o simples compañeros de cola, se le acercaban también tanto como les era posible, y hasta amenizaban aún más la situación con sus comentarios y opiniones.
De la misma manera que era entonces de buena educación, al menos para la mayoría bulliciosa, escuchar el programa favorito tan alto como se pudiera, para llegar a la mayor cantidad posible de personas, y en parte por esa misma causa, era mejor el equipo  cuanto más grande fuera. No era bien visto un radio pequeñito, que apenas ocupara lugar, pesara poco, y se escuchara bajito. No. Era de muy buen ver un aparato grande, cuanto más mejor, llevado cómodamente a todo volumen junto a la oreja, y cargado generalmente por el brazo fuerte y musculoso de un paseante que intentaba aparentar abstracción y descuido.
Algunos equipos además eran, a su vez, grabadores y reproductores, y esto los hacía oscuros objetos de deseo para todo el envidioso escuchante callejero.

No habían llegado las Walkman, era una generación de hombres fuertes y de trabajo, acostumbrados a que ningún placer era gratuito, sino que conllevaba sacrificio. Y sacrificio, sí, pero también orgullo, tanto por el placer de no perder ni un capítulo, ni una grabación favorita, como por esa sensación de goce que se experimenta al hacer un bien al prójimo, sobre todo a un prójimo tan pagado y expresivo en su agradecimiento como el cubano de a pie.


martes, 24 de marzo de 2015

LA HORA DE LA NOVELA

Era la hora precisa del mediodía en que todos escuchaban en la radio los episodios de Guaytabó.
Sólo eso fue lo que permitió que Perico y Lázara descendieran sin ser vistos primero hasta una caseta a media altura y después hasta la azotea donde yacía Despojo gimiendo. Entre los dos lo cargaron. Pesaba mucho y era difícil de agarrar debido a su intenso dolor, pero parecía colaborar y estar consciente de que la ayuda era vital, incluso sus gemidos bajaron al nivel de un pitido inaudible.
Había una escalera de caracol de hierro oxidado y descendieron por ella hasta la casa de Ricardo, el malgenioso vecino, sin saber qué podrían argumentar en caso de ser sorprendidos, como si no fuera suficiente todo lo que había pasado, para que además el viejo fuera a dar las quejas a sus padres:  Entrada ilegal en la vivienda.
Frente al patio de servicio de donde arrancaba la escalera había una cocina con una mesa central y allí, de frente a los niños, Ricardo en persona con su madre, su mujer y sus tres hijos. Todos de frente y mirando a un punto fijo, inexistente, situado entre la Radio y el infinito.
Lázara y Perico entraron a la cocina por esa misma puerta del patio a tres metros de la absorta familia, salieron sin saludar por la puerta de acceso al larguísimo pasillo que iba directamente hasta el salón de la casa, situado al frente con el balcón a la calle.  Al lado del salón, la escalera y dos puertas:  una de madera, interior, y una reja exterior. Había muchos ladrones y descuideros en La Habana, o eso pensaba Ricardo. Los hermanos, sin soltar a Despojo, pudieron abrir las dos, cerrarlas, y luego halar el cordel para abrir la puerta que daba directamente a calle un piso más abajo.

Ricardo, su madre, su mujer y sus tres hijos, seguían sentados a la mesa con la vista perdida en ese punto raro situado entre la Radio y el infinito.


martes, 17 de marzo de 2015

POSIBILIDADES DE UN PERRO

Por más fiel y obediente que sea un caballo, por más mítico y fabuloso, no sabría jamás jugar a la pelota como lo sabe hacer un perro, y en esto habían reparado tanto Lázara como Perico. Era una ventaja indiscutible de Despojo sobre Okuko, el caballo de Guaytabó.

El discreto y sato perrito  tenía permiso para subir a la azotea cada vez que quisiera. Era una rutina que significaba alivio para él y para la madre de los niños, quien no tuvo que pensar jamás en qué hacer con los despojos de Despojo, los cuales al cabo de unos días desaparecían pulverizados por el sol. Sin embargo  los hermanos sí  que tenían prohibido subir a la azotea, porque las ansias de expansión hacían que perdieran la noción del peligro y los muretes entre edificios apenas alcanzaban medio metro como línea divisoria entre un nivel y otro de seis a veinte metros más abajo.

Pero muchas veces los hermanos se quedaban solos en casa y Perico, el mayor, era muy echao pa’lante. Convenció a los pequeños de que no podía pasar nada por subir media hora a la azotea a jugar con Despojo.
Colocados en dos edificios al mismo nivel en medio de la jungla de la Gran Ciudad, se tiraban de una azotea a otra una improvisada pelota de papel mojado, apretado con un cordel. El perro, desenfrenado, intentaba alcanzarla antes que el receptor, saltando como un galgo por encima de los muretes. Tenían que ser rápidos porque él era verdaderamente muy ágil. Lo mejor era intentar confundirlo de manera que no supiera nunca hacia dónde iba a ir la pelota. Algunas veces volaba entre Perico y Lázara, y otras entre Perico y Piti, el más pequeño de los tres. Después, de repente, entre Lázara y Piti.
Aquello se estaba poniendo bueno, porque además empezaron a correr para cambiar las posiciones, a cambiar de azotea, a tirar la pelota por detrás de la espalda…
Despojo no se cansaba ni un poquito. Seguía, echando espuma por la boca, y los niños riéndose a más no poder de cómo lo burlaban. La alegría comenzaba a volverse un frenesí.

Pero Perico no era tonto. Había pasado ya más de media hora. Ordenó a sus hermanos que interrumpieran el juego y los miró preocupado: Estaban demasiado rojos y sudorosos. Sus padres podrían sospechar y si veían la pelota, tendrían una prueba concluyente de la desobediencia. Entonces, sin dudar un segundo en desprenderse de ella, la lanzó lejos.

Los tres niños se quedaron de piedra. Despojo se perdió de vista saltando detrás del objeto. Se acercaron muy lentamente al murete para verlo, dos pisos más abajo, exultante, con la pelota en la boca.  Después se derrengó lanzando un aullido de dolor.
Los hermanos, por primera vez en sus vidas, quedaron en la disyuntiva entre la desobediencia y la lealtad. Si había una sola posibilidad de ayudar al amigo pasaba por el reconocimiento de la falta cometida y la aceptación del castigo posterior. Los alaridos de Despojo no les permitieron detenerse en la duda y se lanzaron en la peligrosa aventura de descender aquellos dos niveles de cualquier manera y rescatarlo de cualquier otra.
Perico había oído hablar de niños “reventados” por caídas semejantes, Lázara había escuchado decir a Guaytabó que un caballo tenía que ser “sacrificado” por la fractura de una de sus patas. Cada posibilidad era terrible.

Despojo seguía aullando mientras los miraba suplicante.


martes, 10 de marzo de 2015

UNGÜENTO PARA LA MORRIÑA

Cuidado con la nostalgia porque puede hacerse crónica.

Esperanza encuentra cada semana un momento de paz para mirar su película favorita. La misma. Y dice sentir cada vez la misma emoción. Ella no tiene ningún tipo de amnesia. Esta película le ofrece la posibilidad de regresar a un momento de sus emociones a sabiendas de que estará en armonía con ellas. Ese regreso que quizás querríamos algunos hacer con determinados instantes de nuestras vidas, sólo se puede conseguir con las grabaciones sean gráficas, sonoras, o combinadas.

Podemos recordar algún momento preciso de nuestra infancia. Si lo tenemos, aquel momento en que sentíamos la protección y la unidad de nuestra familia de manera feliz e inconsciente;  pero las imágenes se desvanecen junto a las expresiones de nuestros seres queridos sin que podamos atraparlas y únicamente nos queda una penetrante emoción que se convierte en nostalgia.  Aquellas golondrinas no volverán. Si se piensa bien, se corre el riesgo de comenzar a tener nostalgia del momento presente, pues la experiencia nos dice que también se irá irremediablemente.

Pero las series o sagas, sin necesidad de apelar a una narración relativamente corta como la que atrapa una película, nos enseñaron a conectar con un universo atemporal al que siempre se puede regresar a encontrar personajes entrañables que viven vidas paralelas y eternas. Sin ser tan específicos como Esperanza, podemos conectar allí con nuestras emociones e incluso con nuestros afectos, porque como ella, amamos a esos seres de la otra dimensión, si bien ellos conservan todavía la capacidad de sorprendernos. No sabemos de memoria cada una de sus respuestas y resulta que en ocasiones hasta se nos vuelven impredecibles. Desconocemos absolutamente que nos van a contar esta vez. Incluso puede ser que dejemos de comprenderlos temporalmente. No obstante confiamos, podemos dejarnos llevar. Los conocemos demasiado bien y estamos seguros de que no nos traicionarán jamás. Tan confiados como antes lo estuvimos un día en aquel momento preciso de nuestra nostalgia. Tan seguros como Esperanza con el conflicto de su película.


A veces es mejor salir un momento de nuestro drama personal para permitirnos tomar partido absoluto e incondicional por el drama de otro. Tomar partido al ciento por ciento es un lujo que casi nunca la vida real nos regala.

martes, 3 de marzo de 2015

ÉPOCA DE REFRANES Y DE RADIO

Apolinar Matías, que era un dicharachero, tenía sus propios refranes, y los amigos como Guaytabó y el Charro Quiroga además de conocerlos muy bien, entendían su significado cabal.
Pero algunos niños, como Lázara, no comprendían esa función metafórica del refrán y sus sentencias les sonaban fuera de contexto. Sólo después que la madre le hubo explicado varias veces cómo usar un refrán en el momento apropiado comenzó a establecer ella misma la relación entre la circunstancia que se estaba viviendo y aquella frase que comenzaba a hacerse familiar, y que la sintetizaba.
Entonces, como suele ocurrir, en la necesidad de aprendizaje que tienen los niños, Lázara observó que ya conocía algunos refranes, sabía cómo y dónde aplicarlos, pero no estaba segura de entenderlos en sí mismos. ¿Qué quería decir que “Dios le da barba al que no tiene quijá”? Quizás Dios en su infinita bondad, le daba barba a un hombre que no tenía quijada, para que disimulara su defecto, se preguntaba Lázara; pero quizás Dios, para molestar un poco, le daba barba a alguien, sólo porque sabía que no podría usarla.
Sabía que si alguien se levantaba muy temprano le podía decir “No por mucho madrugar amanece más temprano”, pero en su fuero interno, comprendía que la intención de su padre al levantarse antes del amanecer era precisamente la contraria. Él no quería que el sol saliera antes, más bien intentaba ganarle horas al día y que cuando por fin llegara el amanecer su trabajo estuviera encaminado.
Y cuando su madre le decía “Es que me hacen el caso del perro” ya podía la niña reflexionar durante media hora. Cierto era que su perro Despojo no le hacía mucho caso a su hermano Piti, ni siquiera a Perico, el mayor; pero se desvivía en visajes hacia su mamá precisamente, sin que ella tuviera el más mínimo gesto de comunicación hacia él, hasta que el animal, resignado,  se tiraba en el suelo y la miraba sin parpadear durante horas. ¿Quién no hacía caso a quién?

“Bueno, bueno, bueno, le dijo la mula al freno… y siguió caminando”, dijo Apolinar Matías detrás de la bocina en ese momento, y por suerte, Lázara lo comprendió al instante.