Era muy pobre, pero tenía un amigo
turista que lo visitaba en su isla. Cambiaba de la noche al día cuando el amigo
entraba en su casita cuchitril. Todo brillaba más, olía mejor, y algunas
promesas flotaban en el aire a la espera de días felices donde se iban a ir a
pasear en coche, entrar en lugares resplandecientes y prohibidos a los pobres y
en general a los nativos, comer algo de buen sabor y beber cerveza. ¡Oh, la
cerveza!... Desde la última vez llevaba todo un año esperando por ella.
Cuando llegaba la despedida del
amigo turista, no todo era triste, pues le quedaban multitud de pequeños
objetos, como constancia de un mundo maravilloso y lejano que ni siquiera
soñaba con visitar, pues tenía el halo de las cosas irreales.
A veces se preguntaba por qué el
amigo turista le había escogido y premiado con su amistad, pues no tenía nada
que ofrecerle, salvo la gran ilusión con que acogía sus visitas. Tal vez se
sentía agradecido por haberle presentado a la muchacha de la que el amigo
turista se había enamorado, o como solía repetirle, le cautivaba la alegría con
que podía disfrutar de las cosas más sencillas, y la disposición permanente a
cambiar sus planes de inmediato. ¿Tenía planes?
Una mañana de domingo se
encontraron muy temprano en el centro de la ciudad para hacer una excursión. El
amigo turista se mostraba encantado porque ni un solo coche, ni un solo
autobús, atravesaba las calles en aquel momento y le explicaba que eso era un
privilegio que ya no existía en ninguna parte del mundo. La ciudad lucía toda
su pura belleza sin contaminar. ¿Era un privilegio? Algo era confuso. ¿Dónde
estaba la belleza?
Para el amigo turista era poético
que no hubiera ordenador en casa de su pobre anfitrión que de hecho nunca había
tocado uno. En esa misma casa el televisor persistía en mostrar sus rayas
horizontales mientras el radio insistía también en sus carraspeos de fondo, pues
le costaba sintonizar con aquel mundo lejano e irreal de donde venía el amigo
turista. No había teléfono de ningún tipo, pero al parecer aquello era también
encantador a los ojos de amigo turista quien sí había alquilado un coche con
chofer, viajaba con un ordenador portátil y se empeñaba en llevar siempre
consigo un teléfono móvil-cámara-linterna-despertador-diccionario.
Un día el amigo turista se mostró
profundamente decepcionado, no con su pobre compañero, afortunadamente, sino
con el cariz de cambio que estaban tomando los acontecimientos. Había visto
muchos ciudadanos reunidos en un parque céntrico de la ciudad y cada uno
ostentaba un teléfono móvil, algunos muy modernos, y se comunicaban con
personas al otro lado del mar.
Esto le había sentado muy mal
porque significaba el comienzo del fin. ¿Era tan terrible? Sí. Los ciudadanos
se verían abocados a ser absorbidos por el mundo del cual él procedía.
Perderían su originalidad, su pureza, su inocencia. Su capacidad para alegrarse
por las cosas más sencillas y para estar dispuestos en un abrir y cerrar de
ojos a cambiar sus planes ¿Pero tenían planes?
Si como presentía terriblemente,
aquella situación proseguía su curso, él dejaría de visitar la isla, pues ya no
encontraría en ella lo que le faltaba en su mundo. Quizás la muchacha de la cual
estaba enamorado podría comprenderlo, sobre todo porque ella también era
posible que dejara de tener aprecio por él.
Cierto era que ese punto no había
llegado todavía. De hecho el pobre sentía que lo estaba siendo más que nunca, y
que sus posibilidades no ya de tener un teléfono móvil o de tocar un ordenador
por primera vez, sino de entrar en lugares resplandecientes, comer cosas de
buen sabor, o ¡por Dios, como le gustaba!... tomarse una cerveza se hacían cada
vez más intangibles y se alejaban más que nunca.
No sabía qué hacer… ¿Desear con
todas sus fuerzas seguir siendo tan pobre y tan puro para que el amigo no lo
despreciara?... O atreverse a soñar que
un día podría dejar de ser pobre, vivir de su trabajo… ¡tomarse una cerveza al
final de la jornada! y tener planes… sencillamente, planes.
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