Como soy adicta a la radio conozco
primero a las figuras públicas por su voz, o por lo que se dice de ellas que
por su imagen. He tardado mucho en identificar la estampa de grandes políticos,
por ejemplo, a pesar de saber tanto sobre ellos como cualquier ciudadano común.
Lo mismo con artistas cuyas obras tengo “fichadas” en mi preferencia. En ambos
casos podría ser que me hubiera cruzado con ellos en la calle sin
identificarlos. Mejor así.
No obstante, debido a mi debilidad
audio-afectiva, me ha sucedido que algún que otro comentarista, periodista o
simplemente entrevistado me ha cautivado, no sólo por su voz, no sólo por lo
que haya dicho, sino por la manera de decirlo, y me ha sucedido que me he
enamorado oralmente… o auditivamente, quizás sea más exacto. Entonces he
trabajado en la ferviente tarea de
encontrar a esa persona, de descubrir su imagen, de que se me presente, ya que
yo no puedo presentarme ante ella.
Puedo decir que en el 90 % de los
casos ha sido un chasco. No es que sea gordo, no es que sea bajito, no es que
sea diente frío, o que le falte algún incisivo. Tampoco que sea joven,
atlético, o que tenga los músculos más pronunciados que el promedio. Es que no
se corresponde en ninguna manera con mi imaginación. Y me sobreviene el
desencanto.
Es tan fuerte el poder de ese
desencanto, que ya nunca, jamás de los jamases, volverán a tener para mí la
misma importancia las elocuciones de ese individuo.
Lo mismo sucede con las presentadoras,
animadoras o periodistas. Hay una en particular a la que admiro tanto, por su
inteligencia, sentido del humor, conocimiento de causa, erudición, que no la
quiero buscar en internet. Ya. Que se quede así, como yo me la imagino. Y me la
imagino como una mujer de 60 años, pelo ondulado con pocas canas, todo sobre el
castaño, y facciones regulares.
Sólo por un razonamiento inverso
puedo comprender a los actores del cine mudo a quienes sucedió lo contrario.
Personas que tenían aquel “Garbo”, aquella imagen… y que no podían poner su
propia voz a esa altura. Lo siento… debe haber sido terrible, porque comprendo
que el desencanto de los espectadores habrá sido muy real. Ellos no podían, ni
tenían que fingir.
Pero también sucedió lo mismo a los
galanes, damas y primeras figuras de la radio cuando comenzó a masificarse la
televisión, y eso fue de un día para otro.
¿Cómo presentarle al público que la
muchacha virgen, asediada por su patrón, con alma de ángel, y con belleza de
top-model-erótica no descubierta, era una cincuentona entrada en carnes, con
verrugas y dientes manchados pero… con una primorosa voz?
¿Cómo decirle que el malo-malísimo
tenía tremenda cara de buena gente, que el equivalente a súper man era un pobre
flaco casi tuberculoso y bastante desco…yuntado?
Eso tiene que haber sido muy duro,
no sólo para los actores y protagonistas de aquella caída de telón, sino
también para el público. Sí, porque el público vivía de esa ilusión. Iba a
trabajar cada día pensando en el capítulo
que tocaba y en donde todas sus emociones se iban a condensar en un beso entre…
¡que estafa!...
Lo difícil es que no hacía falta
que la muchacha virgen fuera en realidad una cincuentona. Ni que el malo
tuviera cara de come…mieles, ni que superman fuera débil físicamente. No. Lo
difícil es que como quiera que fuesen no serían nunca como se los había
imaginado cada uno de los radio oyentes. No, aunque fuesen bellos, jóvenes, con
caras de ángeles o de diablos.
Un día mi padre me invitó a ir a
una grabación de “La Flecha de Cobre”, la serie radial que da título también a
la primera novela de la saga “Guaytabó”.
Guaytabó era interpretado por el
actor Mario Limonta, una gran voz, a la que no demeritaba la gran estampa de un
mulato bien proporcionado y en edad madura. Pero yo había imaginado a Guaytabó
como un joven indio.
El Charro Quiroga, el astuto
mejicano, dicharachero, alegre, compañero inseparable de su guitarra, era
interpretado por Alden Knight, un negro muy masculino, tengo que decir, y con
una gran personalidad que obviamente, nada tenía que ver físicamente con un
charro mejicano.
Apolinar Matías. Ese estaba un poco
más cerca de la realidad de la imaginación, pues El Recio Cazador era quizás un
gaucho emigrante o vagabundo ya entrado en años, al que interpretaba Ricardo
Dantés, creo que argentino, ya viejo como el personaje, y al que le pedí la
letra de un tango, “Nostalgias”, que días después me fue entregada con
minuciosa y perfecta caligrafía a través de mi padre.
El Chino Ramón, un chino, con duro
acento chino, practicante del Kung fu, tenía la magistral interpretación de
Carlos Paulín, que había sido galán, pero que a mis ojos de niña, era en ese
momento un señor gordo, alto, calvo, que
tenía el poder de transmitir solamente con su voz toda la fragilidad física de
un menudo chinito.
Al día siguiente cerré los ojos. Requería
de toda mi concentración para que
Guaytabó siguiera siendo un indio joven de estatura media y facciones regulares,
el charro Quiroga, un astuto mejicano, buen mozo y conquistador, Apolinar
Matías un recio cazador (más alto que la media y ciertamente curtido por la
dureza de su vida) y el Chino Ramón un
pequeño y delgado, casi insignificante chinito de agilidad insuperable.
Me era difícil, escuchar las
aventuras tal y como las había disfrutado antes de ir al estudio de radio. No
podía dejar de pensar en el cómico efectista mientras sentía las pisadas de los
caballos, pero así, con los ojos cerrados y regresando a todo lo que me habían
sugerido aquellas voces en su estado puro y original, atrapada por la trama en
la que no había lugar para el descanso o la distracción lo conseguí, y mi
conquista no pudo ser jamás contaminada. Fue para siempre.
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