Mucha gente
siente la necesidad algún día de hacer algo por la patria, sobre todo cuando
ella es una verdadera madre. La madre de todas las desgracias de sus hijos.
Aunque uno haya nacido en un lugar muy malo, a
ese lugar se le dice patria. Los maestros y autoridades se empeñan en que se
haga una fusión del lugar con sus gobernantes y lo que ellos quieren de sus
gobernados, lo mezclan todo, y a la mezcla le siguen diciendo patria.
Si toda esta
mezcla dura lo que dura un gobierno se puede hacer el de la vista gorda, pero
si dura la vida entera la gente se comienza a dar cuenta que patria es algo más
que lo que has tenido que repetir eternamente en las catequesis del colegio, de
las fiestas “organizadas” del barrio, y desde luego, del trabajo.
Perico se dio
cuenta de que quería hacer algo por la patria en ese sentido y ¿qué mejor que
darles la alegría del día a los transeúntes lanzándoles desde un edificio bien
alto muchos papelitos que solamente dijeran un deseo, uno que les fuera común a
la generalidad, y que todos esperaran con la mayor ansiedad de sus desgraciadas
vidas?
Como no tenía
impresora, ni ordenador, ni máquina de escribir, ni papel carbón siquiera, le
pareció que papel y lápiz serían suficientes y escribió uno por uno quinientos
papelitos que contenían ese solo deseo. Los papelitos decían “Abajo el de
Arriba”. Sabía que todo el mundo lo iba entender.
Su madre le
había dicho muchas veces que cuando uno hacía un bien desinteresadamente, lo
debía hacer de forma anónima, por eso Perico tomó más cuidado que nunca en que
así fuera, porque nadie le había dicho nunca, ni siquiera su madre, que para
hacer un bien a los demás había que hacerse mal a uno mismo.
El edificio
seleccionado sería la escuela de adultos a la que iba después de trabajar.
Así es que ese
día no trabajó, pero ni siquiera descansó al mediodía, cuando escuchó las
aventuras por radio, y hasta cierto punto éstas le sirvieron de inspiración
para escribir; aunque lo que estuviera escribiendo fuera tan parecido a las
líneas que le ponían de castigo en la escuela años atrás.
Llegó al
edificio un poco antes de la gran afluencia de público que se producía con la
entrada de los estudiantes adultos. Había muchas escuelas de adultos en ese
edificio, una en cada planta. Subió a la última y llegó con el corazón en la
boca. No sabía si era que le sobraba el miedo o que le faltaba un ascensor.
Soledad total.
Nadie en ninguna parte, pero esa soledad duraría lo que un merengue en la
puerta de un colegio y aquello era un colegio. Se acercó a la ventana más
céntrica en sentido vertical y tomó los papelitos, pensando que en realidad
eran papeletas y los echó a volar como papalotes.
Entonces se
metió un ratico en el baño para no ser el primero en llegar al aula. Esto fue
lo más difícil porque a pesar de la soledad de aquellas alturas, las viejas
cagadas de muchos días fermentaban como volcanes en ebullición en los
desbordados inodoros.
Se esforzó por
poner cara de ángel al entrar al aula (que todo el mundo pensara que él no era
capaz de matar una mosca). Había muy poca gente y después de varios minutos el
maestro llamó la atención sobre el hecho de que no sólo en esa clase sino en
todas las demás había poca asistencia.
Un compañero
llamado Eliezer se ofreció para averiguar si sucedía alguna cosa, o si por
casualidad había alguna fiesta muy buena y muy cerca de la que no estaban
enterados.
Al poco rato
Eliezer regresó bastante pálido, como si algo muy importante hubiera sucedido.
A Perico no le hubiera importado en ese momento ir a renovar las viejas cagadas
del baño, si no fuera porque quizás no tendría tiempo de llegar. Era mejor
quedarse sentado.
Eliezer, el
enviado, explicó que el edificio entero, que era una enorme manzana en el
centro de la ciudad, estaba acordonado. Perico sabía que ningún cordón de
zapatos era tan largo y que eso significaba que los valerosos miembros y
fuerzas de la seguridad de la patria, eran los que hacían el cordón humano. No
se dejaba entrar ni salir a nadie del edificio. Todo el que saliera debía ser
controlado pues algún material altamente explosivo se había lanzado desde las
ventanas más altas hacia la calle. Perico comenzó a arrepentirse de su buena
acción, pero no pudo dejar de observar el levísimo brillo de alegría en los
ojos del profesor y comprendió que se alegraba más por la posible explosión que
por la protección que los valerosos agentes podían brindarle.
Al finalizar
la clase, como el que no quiere la cosa, evitó ser el primero o el último en
salir. Para su gran alivio el cordón humano ya había sido desabrochado. La
gente entraba y salía libremente del edificio. Buen momento, pensó, para ir a
visitar una vez más a Milagritos, la chica
del primer piso de la que fingía ser amigo.
Milagritos
hablaba siempre como si se estuviera burlando de él, pero ese día lo recibió
medio asustada y le contó el revuelo del que había sido testigo. Le narró cómo algunos de los papelitos
habían entrado por la gran ventana desde arriba. A pesar de que eran muy
corticos y decían solamente… (Milagritos se le pegó mucho y le dijo jadeante al
oído lo que decían los papelito), alguna gente no había tenido tiempo de leerlos
porque enseguida habían entrado los valerosos agentes y conminado a los
presentes a que les fuera entregado el peligroso material, incluso se habían
llevado un chivo o chuleta que ella llevaba para la prueba que debía realizarse
ese día, y que en definitiva se había suspendido. ¿Sabrían ellos que el chivo
era de ella? ¡Porque los valerosos agentes tenían expertos calígrafos que
podían comparar las letras con las de exámenes anteriores y descubrir que ella
estaba intentando hacer fraude en un examen!
Perico recordó
sus propios exámenes y sintió que las ganas de cagar le regresaban, pero ceder
en ese momento sería hacerse la cruz definitivamente ante Milagritos, así es
que apretó todo lo que pudo.
Ella también
le contó cómo a todo el mundo aparentemente le divertía el suceso, menos a una
compañera, a la que parecieron darle convulsiones de repudio hacia el apátrida
que había sido capaz de semejante cobardía.
La maestra,
con los exámenes sin repartir en las manos, tuvo que sedarla y asegurarle que
los valerosos agentes eran personas muy preparadas y que darían con el
degenerado que había escrito y lanzado los papelitos.
-
¿Y sabes qué?- Le dijo
Milagritos - Son unos bárbaros. Ya han
dado con él.
-
¡Mentira!... - Gritó Perico indignado.
-
Sí, muchacho, sí… fue un negro que bajaba corriendo la escalera en ese
momento y lo han esposado y encañonado delante de todo el mundo. Lo metieron en
el carro de la patrulla y se lo llevaron.
-
¡Pobre negro!... – Perico sintió la compasión y la culpa a niveles tan
altos como si él mismo se hallara en el infierno.
-
¡Pero a quién se le ocurre hacer esa estupidez, Perico! ¡A un negro
bruto únicamente!
Perico,
demudado, imaginó a un muchacho un poco más oscuro que él en una oficina más oscura
todavía con un bombillo en la cara y con la bemba partida de un puñetazo o de
una patada. Era su deber interceder por aquel inocente… pero quizás ya había
confesado, y entonces no haría más que complicar las cosas.
Tampoco podía
correr en su auxilio. Ahora tenía más prisa que nunca por encontrar un baño, pero en ese momento preciso lo que sentía eran unos urgentes deseos de vomitar.
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