viernes, 11 de septiembre de 2015

PAPELES EN EL AIRE

Mucha gente siente la necesidad algún día de hacer algo por la patria, sobre todo cuando ella es una verdadera madre. La madre de todas las desgracias de sus hijos.
 Aunque uno haya nacido en un lugar muy malo, a ese lugar se le dice patria. Los maestros y autoridades se empeñan en que se haga una fusión del lugar con sus gobernantes y lo que ellos quieren de sus gobernados, lo mezclan todo, y a la mezcla le siguen diciendo patria.
Si toda esta mezcla dura lo que dura un gobierno se puede hacer el de la vista gorda, pero si dura la vida entera la gente se comienza a dar cuenta que patria es algo más que lo que has tenido que repetir eternamente en las catequesis del colegio, de las fiestas “organizadas” del barrio, y desde luego, del trabajo.
Perico se dio cuenta de que quería hacer algo por la patria en ese sentido y ¿qué mejor que darles la alegría del día a los transeúntes lanzándoles desde un edificio bien alto muchos papelitos que solamente dijeran un deseo, uno que les fuera común a la generalidad, y que todos esperaran con la mayor ansiedad de sus desgraciadas vidas?
Como no tenía impresora, ni ordenador, ni máquina de escribir, ni papel carbón siquiera, le pareció que papel y lápiz serían suficientes y escribió uno por uno quinientos papelitos que contenían ese solo deseo. Los papelitos decían “Abajo el de Arriba”. Sabía que todo el mundo lo iba entender.
Su madre le había dicho muchas veces que cuando uno hacía un bien desinteresadamente, lo debía hacer de forma anónima, por eso Perico tomó más cuidado que nunca en que así fuera, porque nadie le había dicho nunca, ni siquiera su madre, que para hacer un bien a los demás había que hacerse mal a uno mismo.
El edificio seleccionado sería la escuela de adultos a la que iba después de trabajar.
Así es que ese día no trabajó, pero ni siquiera descansó al mediodía, cuando escuchó las aventuras por radio, y hasta cierto punto éstas le sirvieron de inspiración para escribir; aunque lo que estuviera escribiendo fuera tan parecido a las líneas que le ponían de castigo en la escuela años atrás.
Llegó al edificio un poco antes de la gran afluencia de público que se producía con la entrada de los estudiantes adultos. Había muchas escuelas de adultos en ese edificio, una en cada planta. Subió a la última y llegó con el corazón en la boca. No sabía si era que le sobraba el miedo o que le faltaba un ascensor.
Soledad total. Nadie en ninguna parte, pero esa soledad duraría lo que un merengue en la puerta de un colegio y aquello era un colegio. Se acercó a la ventana más céntrica en sentido vertical y tomó los papelitos, pensando que en realidad eran papeletas y los echó a volar como papalotes.
Entonces se metió un ratico en el baño para no ser el primero en llegar al aula. Esto fue lo más difícil porque a pesar de la soledad de aquellas alturas, las viejas cagadas de muchos días fermentaban como volcanes en ebullición en los desbordados inodoros.
Se esforzó por poner cara de ángel al entrar al aula (que todo el mundo pensara que él no era capaz de matar una mosca). Había muy poca gente y después de varios minutos el maestro llamó la atención sobre el hecho de que no sólo en esa clase sino en todas las demás había poca asistencia.
Un compañero llamado Eliezer se ofreció para averiguar si sucedía alguna cosa, o si por casualidad había alguna fiesta muy buena y muy cerca de la que no estaban enterados.
Al poco rato Eliezer regresó bastante pálido, como si algo muy importante hubiera sucedido. A Perico no le hubiera importado en ese momento ir a renovar las viejas cagadas del baño, si no fuera porque quizás no tendría tiempo de llegar. Era mejor quedarse sentado.
Eliezer, el enviado, explicó que el edificio entero, que era una enorme manzana en el centro de la ciudad, estaba acordonado. Perico sabía que ningún cordón de zapatos era tan largo y que eso significaba que los valerosos miembros y fuerzas de la seguridad de la patria, eran los que hacían el cordón humano. No se dejaba entrar ni salir a nadie del edificio. Todo el que saliera debía ser controlado pues algún material altamente explosivo se había lanzado desde las ventanas más altas hacia la calle. Perico comenzó a arrepentirse de su buena acción, pero no pudo dejar de observar el levísimo brillo de alegría en los ojos del profesor y comprendió que se alegraba más por la posible explosión que por la protección que los valerosos agentes podían brindarle.
Al finalizar la clase, como el que no quiere la cosa, evitó ser el primero o el último en salir. Para su gran alivio el cordón humano ya había sido desabrochado. La gente entraba y salía libremente del edificio. Buen momento, pensó, para ir a visitar una vez más a Milagritos, la chica  del primer piso de la que fingía ser amigo.
Milagritos hablaba siempre como si se estuviera burlando de él, pero ese día lo recibió medio asustada y le contó el revuelo del que había sido testigo. Le narró cómo algunos de los papelitos habían entrado por la gran ventana desde arriba. A pesar de que eran muy corticos y decían solamente… (Milagritos se le pegó mucho y le dijo jadeante al oído lo que decían los papelito), alguna gente no había tenido tiempo de leerlos porque enseguida habían entrado los valerosos agentes y conminado a los presentes a que les fuera entregado el peligroso material, incluso se habían llevado un chivo o chuleta que ella llevaba para la prueba que debía realizarse ese día, y que en definitiva se había suspendido. ¿Sabrían ellos que el chivo era de ella? ¡Porque los valerosos agentes tenían expertos calígrafos que podían comparar las letras con las de exámenes anteriores y descubrir que ella estaba intentando hacer fraude en un examen!
Perico recordó sus propios exámenes y sintió que las ganas de cagar le regresaban, pero ceder en ese momento sería hacerse la cruz definitivamente ante Milagritos, así es que apretó todo lo que pudo.
Ella también le contó cómo a todo el mundo aparentemente le divertía el suceso, menos a una compañera, a la que parecieron darle convulsiones de repudio hacia el apátrida que había sido capaz de semejante cobardía.
La maestra, con los exámenes sin repartir en las manos, tuvo que sedarla y asegurarle que los valerosos agentes eran personas muy preparadas y que darían con el degenerado que había escrito y lanzado los papelitos.
-          ¿Y sabes qué?-  Le dijo Milagritos  - Son unos bárbaros. Ya han dado con él.
-          ¡Mentira!... - Gritó Perico indignado.
-          Sí, muchacho, sí… fue un negro que bajaba corriendo la escalera en ese momento y lo han esposado y encañonado delante de todo el mundo. Lo metieron en el carro de la patrulla y se lo llevaron.
-          ¡Pobre negro!... – Perico sintió la compasión y la culpa a niveles tan altos como si él mismo se hallara en el infierno.
-          ¡Pero a quién se le ocurre hacer esa estupidez, Perico! ¡A un negro bruto únicamente!
Perico, demudado, imaginó a un muchacho un poco más oscuro que él en una oficina más oscura todavía con un bombillo en la cara y con la bemba partida de un puñetazo o de una patada. Era su deber interceder por aquel inocente… pero quizás ya había confesado, y entonces no haría más que complicar las cosas.

Tampoco podía correr en su auxilio. Ahora tenía más prisa que nunca por encontrar un baño, pero en ese momento preciso lo que sentía eran unos urgentes deseos de vomitar.

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