Después de la una del mediodía la madre de Lázara ya había escuchado los
episodios de Guaytabó y la dejó salir a jugar con su amiga. Ella no quería
interrupciones durante aquellos veinte minutos. Ni siquiera el abrir y cerrar
de la puerta. Nada.
Lázara protestó el primer día en que le fue impuesta la prohibición, pero
después esperaba muy tranquila, concentrada, escuchando también la continuación
de lo que había escuchado el día anterior. Si ella pudiera tener un caballo
como el de Guaytabó… Uno que le hiciera caso, que viniera cuando ella lo llamaba.
Pero ni siquiera tenía perro, así es que consciente de que en un apartamento de La Habana Vieja era imposible tener un caballo comenzó a soñar cada día con
tener un perro que se pareciera al caballo de Guaytabó, y sus sueños se
materializaban en un grueso tubo de cartón que a Lázara se le antojaba muy
semejante a un perro.
Cuando Despojo por fin llegó ya ella estaba en segundo grado, así es que
tendría unos seis o siete años y él quizás llegaba a los dos meses. Fue un
domingo en que bajó con sus hermanos y con su papá. Despojo estaba en el vestíbulo
del edificio.
Hay ciertas cosas que todo niño
quiere y pide; pero que ella ni siquiera se atrevía a pedir, porque su papá
tenía una manera de decir que no, que era preferible adivinarle el pensamiento.
Por eso recordaría siempre la tremenda sorpresa, mezclada con alegría, euforia
y sabe Dios qué más, que se llevó cuándo le oyó decir de refilón que lo subían
a la casa. Tampoco hacía falta que lo ratificara ni que lo repitiera dos veces.
Lázara y sus hermanos tomaron a Despojo, que por supuesto estaba
completamente lleno de pulgas, y lo subieron. Era evidente que la mamá no estaba de acuerdo porque además
de que ya tenían una gata, Mapiangona, nacida en el closed de limpieza, vivían
en un pequeño apartamento de dos dormitorios.
Comparado con el espacio habitable de los vecinos la vivienda era como
de la pequeña burguesía, o algo así, ya que tenían un dormitorio para los tres
niños, baño completo, cocinita con gas, patiecito de servicio con lavadero, dos
balcones a la calle y un salón comedor que se antojaba enorme, como de veinte
metros cuadrados. Todavía a los padres de Lázara no se les había ocurrido que
con el puntal tan alto que tenían, como muchos edificios de La Habana Vieja,
podían agregar un entresuelo de madera y duplicar al menos la cantidad de dormitorios.
Tener un dormitorio propio,
podría haber hecho de Lázara otra persona, pero era la que era, y se sentía
feliz de compartir junto a sus hermanos Pity y Perico, no sólo su cuarto, sino
a aquel Despojo que estaba llamado a ser el centro de todas sus próximas
alegrías y tan especial como el caballo de Guaytabó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario