lunes, 9 de febrero de 2015

DESPOJO

Después de la una del mediodía la madre de Lázara ya había escuchado los episodios de Guaytabó y la dejó salir a jugar con su amiga. Ella no quería interrupciones durante aquellos veinte minutos. Ni siquiera el abrir y cerrar de la puerta. Nada.
Lázara protestó el primer día en que le fue impuesta la prohibición, pero después esperaba muy tranquila, concentrada, escuchando también la continuación de lo que había escuchado el día anterior. Si ella pudiera tener un caballo como el de Guaytabó… Uno que le hiciera caso, que viniera cuando ella lo llamaba. Pero ni siquiera tenía perro, así es que consciente de que en un apartamento de La Habana Vieja era imposible tener un caballo comenzó a soñar cada día con tener un perro que se pareciera al caballo de Guaytabó, y sus sueños se materializaban en un grueso tubo de cartón que a Lázara se le antojaba muy semejante a un perro.

Cuando Despojo por fin llegó ya ella estaba en segundo grado, así es que tendría unos seis o siete años y él quizás llegaba a los dos meses. Fue un domingo en que bajó con sus hermanos y  con su papá. Despojo estaba en el vestíbulo del edificio.
 Hay ciertas cosas que todo niño quiere y pide; pero que ella ni siquiera se atrevía a pedir, porque su papá tenía una manera de decir que no, que era preferible adivinarle el pensamiento. Por eso recordaría siempre la tremenda sorpresa, mezclada con alegría, euforia y sabe Dios qué más, que se llevó cuándo le oyó decir de refilón que lo subían a la casa. Tampoco hacía falta que lo ratificara ni que lo repitiera dos veces.
Lázara y sus hermanos tomaron a Despojo, que por supuesto estaba completamente lleno de pulgas, y lo subieron. Era evidente  que la mamá no estaba de acuerdo porque además de que ya tenían una gata, Mapiangona, nacida en el closed de limpieza, vivían en un pequeño apartamento de dos dormitorios.

Comparado con el espacio habitable de los vecinos la vivienda era como de la pequeña burguesía, o algo así, ya que tenían un dormitorio para los tres niños, baño completo, cocinita con gas, patiecito de servicio con lavadero, dos balcones a la calle y un salón comedor que se antojaba enorme, como de veinte metros cuadrados. Todavía a los padres de Lázara no se les había ocurrido que con el puntal tan alto que tenían, como muchos edificios de La Habana Vieja, podían agregar un entresuelo de madera y duplicar al menos la cantidad de dormitorios.

 Tener un dormitorio propio, podría haber hecho de Lázara otra persona, pero era la que era, y se sentía feliz de compartir junto a sus hermanos Pity y Perico, no sólo su cuarto, sino a aquel Despojo que estaba llamado a ser el centro de todas sus próximas alegrías y tan especial como el caballo de Guaytabó.


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