Con el perro Despojo, sucedáneo del caballo de Guaytabó, Lázara pasó un domingo tan
feliz, que el lunes en la escuela se lo contaba a todo el mundo, hasta
que Pesteamierda le dijo que el cachorrito era suyo y que se le había perdido.
Se lo describió: negro, con cuello blanco que parecía de diseño, y la punta de
una pata también blanca.
Lazarita tuvo un ataque de angustia sólo comparable a la que produce el
presagio del desamor, y Pesteamierda,
que en realidad la acosaba, aunque ella no sabía que eso existía ni que se
llamaba así, no cesó de amenazarla todo el día con que iría a quitárselo. Ya
era bastante insoportable sentarse apretada junto a él para que además se pasara
todo el tiempo recordándole por lo bajo que a la salida del colegio, Despojo
dejaría de ser suyo.
Es claro, la propia Lázara, sus hermanos, Pity y Perico, y todos demás
colegas formaban parte de la explosión demográfica que se produjo con la
prohibición de los anticonceptivos por parte del Gobierno en la década del 60.
Quizás fuera por eso que no alcanzaban los asientos en el aula y se tenían que
sentar tres en cada pupitre de dos
plazas.
Nadie recordaría el nombre de ese niño que se sentaba tan apretado junto
a Lázara, y que intentaba levantarle la saya todo el tiempo en plena clase,
mientras ella pugnaba por bajarla en lucha silenciosa; pero todos recordarán
por siempre perfectamente su olor, y que así le llamaban, Pesteamierda.
Sí, como diría Álvarez Guedes, quizá la gente insistía en llamarlo
bruto, ñame, cochino y otros calificativos estigmatizantes, en vez de
considerarlo un niño traumatizado, necesitado de atención psicológica y en
riesgo de exclusión social. Pero es que para los chicos era inevitable la
comparación con el soldado Olibara, el mismo cuyo olor se podía percibir cada
mediodía a través del altavoz de La Radio.
A veces los villanos existen también entre los niños sin que ningún
adulto tome cartas en el asunto.
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