Algunas personas transitan toda su vida el camino de
la soledad. Es un sino, una marca con la que se nace y que se ha de llevar
aunque pese mucho, como se lleva cualquier destino tocado por una negación.
La mayoría de las veces, por suerte, el sello de la soledad se
circunscribe sólo al ámbito de la familia común, entonces la amistad cobra un
protagonismo intenso, pues toda la necesidad de amor y compañía se transfiere
de esposos, hijos o padres, a ese amigo que hace vibrar el corazón del solitario
como el ser más querido. No importa si la prioridad en los afectos del otro son
seres de vínculo familiar. El solitario lo sabe y lo acepta. Simplemente no
puede dejar de amar.
Cuando mi amiga Mía cumplió 80 años, tuvimos la
oportunidad de formular un deseo al hado, tal y como muchos lo piden a los
Reyes Magos. Para mi enorme sorpresa, ella pidió un compañero para el resto de
su vida. Yo no pude evitar sentir una gran compasión por una persona tan
necesitada de cariño. Creía ingenuamente que a sus 80 años, Mía había aceptado
su destino: no tener nunca una familia propia a pesar de que la fortuna la
había dotado de gran inteligencia y dulzura, notable belleza, una hermosa
profesión que le había permitido vivir siempre holgadamente y una salud de
hierro. Mía ya cumplió 85 años y todavía no ha encontrado su compañero. Eso sí,
nunca olvida llamar si sabe que yo lo necesito y se emociona hasta las lágrimas
con mis propias alegrías.
¿Qué pasa cuando el camino de la soledad no está
desierto, cuando el amigo que se encuentra, no sólo es amigo, sino que es
semejante en la soledad?
¿Qué pasa cuando el compañero de viaje no es humano,
pero es amigo?
¿Qué pasa cuando Apolinar Matías encuentra a Guaytabó?
¿Qué pasa cuando el charro Quiroga encuentra dos amigos extraviados en su misma
suerte?
¿Qué pasa cuando el amigo, marcado por el mismo acaso
de la soledad es un hermano de lucha?
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