martes, 6 de enero de 2015

El camino de la soledad

Algunas personas transitan toda su vida el camino de la soledad. Es un sino, una marca con la que se nace y que se ha de llevar aunque pese mucho, como se lleva cualquier destino tocado por una negación.
La mayoría de las veces,  por suerte, el sello de la soledad se circunscribe sólo al ámbito de la familia común, entonces la amistad cobra un protagonismo intenso, pues toda la necesidad de amor y compañía se transfiere de esposos, hijos o padres, a ese amigo que hace vibrar el corazón del solitario como el ser más querido. No importa si la prioridad en los afectos del otro son seres de vínculo familiar. El solitario lo sabe y lo acepta. Simplemente no puede dejar de amar.

Cuando mi amiga Mía cumplió 80 años, tuvimos la oportunidad de formular un deseo al hado, tal y como muchos lo piden a los Reyes Magos. Para mi enorme sorpresa, ella pidió un compañero para el resto de su vida. Yo no pude evitar sentir una gran compasión por una persona tan necesitada de cariño. Creía ingenuamente que a sus 80 años, Mía había aceptado su destino: no tener nunca una familia propia a pesar de que la fortuna la había dotado de gran inteligencia y dulzura, notable belleza, una hermosa profesión que le había permitido vivir siempre holgadamente y una salud de hierro. Mía ya cumplió 85 años y todavía no ha encontrado su compañero. Eso sí, nunca olvida llamar si sabe que yo lo necesito y se emociona hasta las lágrimas con mis propias alegrías.

¿Qué pasa cuando el camino de la soledad no está desierto, cuando el amigo que se encuentra, no sólo es amigo, sino que es semejante en la soledad?
¿Qué pasa cuando el compañero de viaje no es humano, pero es amigo?
¿Qué pasa cuando Apolinar Matías encuentra a Guaytabó? ¿Qué pasa cuando el charro Quiroga encuentra dos amigos extraviados en su misma suerte?

¿Qué pasa cuando el amigo, marcado por el mismo acaso de la soledad es un hermano de lucha?


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