miércoles, 30 de septiembre de 2015

PARQUE JURÁSICO

Era muy pobre, pero tenía un amigo turista que lo visitaba en su isla. Cambiaba de la noche al día cuando el amigo entraba en su casita cuchitril. Todo brillaba más, olía mejor, y algunas promesas flotaban en el aire a la espera de días felices donde se iban a ir a pasear en coche, entrar en lugares resplandecientes y prohibidos a los pobres y en general a los nativos, comer algo de buen sabor y beber cerveza. ¡Oh, la cerveza!... Desde la última vez llevaba todo un año esperando por ella.
Cuando llegaba la despedida del amigo turista, no todo era triste, pues le quedaban multitud de pequeños objetos, como constancia de un mundo maravilloso y lejano que ni siquiera soñaba con visitar, pues tenía el halo de las cosas irreales.
A veces se preguntaba por qué el amigo turista le había escogido y premiado con su amistad, pues no tenía nada que ofrecerle, salvo la gran ilusión con que acogía sus visitas. Tal vez se sentía agradecido por haberle presentado a la muchacha de la que el amigo turista se había enamorado, o como solía repetirle, le cautivaba la alegría con que podía disfrutar de las cosas más sencillas, y la disposición permanente a cambiar sus planes de inmediato. ¿Tenía planes?
Una mañana de domingo se encontraron muy temprano en el centro de la ciudad para hacer una excursión. El amigo turista se mostraba encantado porque ni un solo coche, ni un solo autobús, atravesaba las calles en aquel momento y le explicaba que eso era un privilegio que ya no existía en ninguna parte del mundo. La ciudad lucía toda su pura belleza sin contaminar. ¿Era un privilegio? Algo era confuso. ¿Dónde estaba la belleza?
Para el amigo turista era poético que no hubiera ordenador en casa de su pobre anfitrión que de hecho nunca había tocado uno. En esa misma casa el televisor persistía en mostrar sus rayas horizontales mientras el radio insistía también en sus carraspeos de fondo, pues le costaba sintonizar con aquel mundo lejano e irreal de donde venía el amigo turista. No había teléfono de ningún tipo, pero al parecer aquello era también encantador a los ojos de amigo turista quien sí había alquilado un coche con chofer, viajaba con un ordenador portátil y se empeñaba en llevar siempre consigo un teléfono móvil-cámara-linterna-despertador-diccionario.
Un día el amigo turista se mostró profundamente decepcionado, no con su pobre compañero, afortunadamente, sino con el cariz de cambio que estaban tomando los acontecimientos. Había visto muchos ciudadanos reunidos en un parque céntrico de la ciudad y cada uno ostentaba un teléfono móvil, algunos muy modernos, y se comunicaban con personas al otro lado del mar.
Esto le había sentado muy mal porque significaba el comienzo del fin. ¿Era tan terrible? Sí. Los ciudadanos se verían abocados a ser absorbidos por el mundo del cual él procedía. Perderían su originalidad, su pureza, su inocencia. Su capacidad para alegrarse por las cosas más sencillas y para estar dispuestos en un abrir y cerrar de ojos a cambiar sus planes ¿Pero tenían planes?
Si como presentía terriblemente, aquella situación proseguía su curso, él dejaría de visitar la isla, pues ya no encontraría en ella lo que le faltaba en su mundo. Quizás la muchacha de la cual estaba enamorado podría comprenderlo, sobre todo porque ella también era posible que dejara de tener aprecio por él.
Cierto era que ese punto no había llegado todavía. De hecho el pobre sentía que lo estaba siendo más que nunca, y que sus posibilidades no ya de tener un teléfono móvil o de tocar un ordenador por primera vez, sino de entrar en lugares resplandecientes, comer cosas de buen sabor, o ¡por Dios, como le gustaba!... tomarse una cerveza se hacían cada vez más intangibles y se alejaban más que nunca.

No sabía qué hacer… ¿Desear con todas sus fuerzas seguir siendo tan pobre y tan puro para que el amigo no lo despreciara?...  O atreverse a soñar que un día podría dejar de ser pobre, vivir de su trabajo… ¡tomarse una cerveza al final de la jornada! y tener planes… sencillamente, planes.

viernes, 11 de septiembre de 2015

PAPELES EN EL AIRE

Mucha gente siente la necesidad algún día de hacer algo por la patria, sobre todo cuando ella es una verdadera madre. La madre de todas las desgracias de sus hijos.
 Aunque uno haya nacido en un lugar muy malo, a ese lugar se le dice patria. Los maestros y autoridades se empeñan en que se haga una fusión del lugar con sus gobernantes y lo que ellos quieren de sus gobernados, lo mezclan todo, y a la mezcla le siguen diciendo patria.
Si toda esta mezcla dura lo que dura un gobierno se puede hacer el de la vista gorda, pero si dura la vida entera la gente se comienza a dar cuenta que patria es algo más que lo que has tenido que repetir eternamente en las catequesis del colegio, de las fiestas “organizadas” del barrio, y desde luego, del trabajo.
Perico se dio cuenta de que quería hacer algo por la patria en ese sentido y ¿qué mejor que darles la alegría del día a los transeúntes lanzándoles desde un edificio bien alto muchos papelitos que solamente dijeran un deseo, uno que les fuera común a la generalidad, y que todos esperaran con la mayor ansiedad de sus desgraciadas vidas?
Como no tenía impresora, ni ordenador, ni máquina de escribir, ni papel carbón siquiera, le pareció que papel y lápiz serían suficientes y escribió uno por uno quinientos papelitos que contenían ese solo deseo. Los papelitos decían “Abajo el de Arriba”. Sabía que todo el mundo lo iba entender.
Su madre le había dicho muchas veces que cuando uno hacía un bien desinteresadamente, lo debía hacer de forma anónima, por eso Perico tomó más cuidado que nunca en que así fuera, porque nadie le había dicho nunca, ni siquiera su madre, que para hacer un bien a los demás había que hacerse mal a uno mismo.
El edificio seleccionado sería la escuela de adultos a la que iba después de trabajar.
Así es que ese día no trabajó, pero ni siquiera descansó al mediodía, cuando escuchó las aventuras por radio, y hasta cierto punto éstas le sirvieron de inspiración para escribir; aunque lo que estuviera escribiendo fuera tan parecido a las líneas que le ponían de castigo en la escuela años atrás.
Llegó al edificio un poco antes de la gran afluencia de público que se producía con la entrada de los estudiantes adultos. Había muchas escuelas de adultos en ese edificio, una en cada planta. Subió a la última y llegó con el corazón en la boca. No sabía si era que le sobraba el miedo o que le faltaba un ascensor.
Soledad total. Nadie en ninguna parte, pero esa soledad duraría lo que un merengue en la puerta de un colegio y aquello era un colegio. Se acercó a la ventana más céntrica en sentido vertical y tomó los papelitos, pensando que en realidad eran papeletas y los echó a volar como papalotes.
Entonces se metió un ratico en el baño para no ser el primero en llegar al aula. Esto fue lo más difícil porque a pesar de la soledad de aquellas alturas, las viejas cagadas de muchos días fermentaban como volcanes en ebullición en los desbordados inodoros.
Se esforzó por poner cara de ángel al entrar al aula (que todo el mundo pensara que él no era capaz de matar una mosca). Había muy poca gente y después de varios minutos el maestro llamó la atención sobre el hecho de que no sólo en esa clase sino en todas las demás había poca asistencia.
Un compañero llamado Eliezer se ofreció para averiguar si sucedía alguna cosa, o si por casualidad había alguna fiesta muy buena y muy cerca de la que no estaban enterados.
Al poco rato Eliezer regresó bastante pálido, como si algo muy importante hubiera sucedido. A Perico no le hubiera importado en ese momento ir a renovar las viejas cagadas del baño, si no fuera porque quizás no tendría tiempo de llegar. Era mejor quedarse sentado.
Eliezer, el enviado, explicó que el edificio entero, que era una enorme manzana en el centro de la ciudad, estaba acordonado. Perico sabía que ningún cordón de zapatos era tan largo y que eso significaba que los valerosos miembros y fuerzas de la seguridad de la patria, eran los que hacían el cordón humano. No se dejaba entrar ni salir a nadie del edificio. Todo el que saliera debía ser controlado pues algún material altamente explosivo se había lanzado desde las ventanas más altas hacia la calle. Perico comenzó a arrepentirse de su buena acción, pero no pudo dejar de observar el levísimo brillo de alegría en los ojos del profesor y comprendió que se alegraba más por la posible explosión que por la protección que los valerosos agentes podían brindarle.
Al finalizar la clase, como el que no quiere la cosa, evitó ser el primero o el último en salir. Para su gran alivio el cordón humano ya había sido desabrochado. La gente entraba y salía libremente del edificio. Buen momento, pensó, para ir a visitar una vez más a Milagritos, la chica  del primer piso de la que fingía ser amigo.
Milagritos hablaba siempre como si se estuviera burlando de él, pero ese día lo recibió medio asustada y le contó el revuelo del que había sido testigo. Le narró cómo algunos de los papelitos habían entrado por la gran ventana desde arriba. A pesar de que eran muy corticos y decían solamente… (Milagritos se le pegó mucho y le dijo jadeante al oído lo que decían los papelito), alguna gente no había tenido tiempo de leerlos porque enseguida habían entrado los valerosos agentes y conminado a los presentes a que les fuera entregado el peligroso material, incluso se habían llevado un chivo o chuleta que ella llevaba para la prueba que debía realizarse ese día, y que en definitiva se había suspendido. ¿Sabrían ellos que el chivo era de ella? ¡Porque los valerosos agentes tenían expertos calígrafos que podían comparar las letras con las de exámenes anteriores y descubrir que ella estaba intentando hacer fraude en un examen!
Perico recordó sus propios exámenes y sintió que las ganas de cagar le regresaban, pero ceder en ese momento sería hacerse la cruz definitivamente ante Milagritos, así es que apretó todo lo que pudo.
Ella también le contó cómo a todo el mundo aparentemente le divertía el suceso, menos a una compañera, a la que parecieron darle convulsiones de repudio hacia el apátrida que había sido capaz de semejante cobardía.
La maestra, con los exámenes sin repartir en las manos, tuvo que sedarla y asegurarle que los valerosos agentes eran personas muy preparadas y que darían con el degenerado que había escrito y lanzado los papelitos.
-          ¿Y sabes qué?-  Le dijo Milagritos  - Son unos bárbaros. Ya han dado con él.
-          ¡Mentira!... - Gritó Perico indignado.
-          Sí, muchacho, sí… fue un negro que bajaba corriendo la escalera en ese momento y lo han esposado y encañonado delante de todo el mundo. Lo metieron en el carro de la patrulla y se lo llevaron.
-          ¡Pobre negro!... – Perico sintió la compasión y la culpa a niveles tan altos como si él mismo se hallara en el infierno.
-          ¡Pero a quién se le ocurre hacer esa estupidez, Perico! ¡A un negro bruto únicamente!
Perico, demudado, imaginó a un muchacho un poco más oscuro que él en una oficina más oscura todavía con un bombillo en la cara y con la bemba partida de un puñetazo o de una patada. Era su deber interceder por aquel inocente… pero quizás ya había confesado, y entonces no haría más que complicar las cosas.

Tampoco podía correr en su auxilio. Ahora tenía más prisa que nunca por encontrar un baño, pero en ese momento preciso lo que sentía eran unos urgentes deseos de vomitar.

jueves, 3 de septiembre de 2015

CON-SU-MISMO

Casi todo el mundo tiene un familiar en el extranjero. Es más: hoy día casi todo el mundo es extranjero, pero en aquellos tiempos tener un familiar de tercer grado fuera de La Isla era motivo de orgullo.
La media hermana del cuñado de la madre de Lázara vivía fuera de La Isla y ella se sentía muy orgullosa. Al parecer había que llegar a ser adulto para tener un cuñado y por ende toda esa gran parentela.
Resulta que esa señora, es decir, la media hermana del cuñado de su madre, a la que no tenía el gusto de conocer personalmente, había llegado del Norte. Por cierto tampoco conocía al cuñado de su madre y después se enteró de que su madre, al igual que ella carecía de ese gusto. Al menos Lázara conocía a su madre y la historia sí que la sabía de buena tinta porque ella se la había contado con todo lujo de detalles.
Aunque esa señora del Norte nunca se dignó a visitarles dio la gran casualidad de que estaba emparentada  también con la familia de Caridad, su mejor amiga. Y a ellos sí que los visitó.
Caridad se apareció un día con un pulóver, como se le dice allí a las camisetas de mangas cortas, que nadie, absolutamente nadie lo tenía igual, a juego, por contra, con unas sandalitas blancas y planas, que ya quisiera Cenicienta.
Por suerte Caridad le tenía mucho cariño a Lázara. Ella no sabía  por qué, porque Lázara no se destacaba sino por usar zapatos ortopédicos, ya que no tenía otros, y usaba cada día la ropa típica del “con-su-mismo”, es decir, que todo el mundo andaba con su mismo vestido, y con su mismo estampado más o menos todo el tiempo. Nada de eso disminuía la estima de Caridad a Lázara y le prestaba su pulóver y sus sandalias, aunque le quedaban grandísimas. Al menos eran diferentes en medio de tanto consumismo.
Resulta que las dos en cuanto salían de la escuela les gustaba mucho escuchar la radio de del Norte, por muy mal que se oyera ya que la música era diferente y tenía el mismo encanto de la ropa diferente, pero cuando la escuela se iba al campo, y ellas con la escuela tenían que oír la misma radio que todo el mundo ¿y sabes qué? Que a veces no estaba mala y la pasaban bien con los guajiros escuchando las aventuras de Guaytabó y comiendo en medio del surco pan con tomate verde fumigado. Riquísimo.
Normalmente Lázara se sentía menos que las demás, porque todas tenían alguna prenda que aportar a la comunidad. Ese año Caridad tenía el pulóver y las chancletas o sandalias. Un día se las ponía Liset, otro día Ana María, otro día Fefita la chivata y hasta la Niña de Guatemala, que era tan misteriosa se las ponía, pero las otras tenían otras cosas, así es que los perros del campamento se volvían locos porque no sabían a quién estaban oliendo cuando se encontraban con alguien. Sin embargo por primera vez Lázara tenía un pantalón rojo, que se lo había traído la madrina de la hija de la costurera a su ahijada, pero como ella tenía mucho cuerpo, no le entraba y fueron tan generosas que ¡Se lo regalaron a Lázara! ¡Nuevo! El pantalón no sólo tenía su onda diferente sino que además hacía cuerpo, así es que todo el mundo intentaba ponérselo aunque no fuera de su talla y eso era muy bueno, pero también tenía sus puntos de dificultad porque estaba claro que alguna gente le quedaba mejor que a otra. Lázara tenía que observar con resignación como su única prenda interesante se embellecía aún más en otros cuerpos y peor aún comprender que todo el mundo se daba cuenta de lo mismo.
Sin embargo esa no fue la vergüenza mayor. Para lo que ella nunca estuvo preparada  fue para lo que le pasó al regreso de la Escuela al Campo y se ofreció, desinteresadamente, todo hay que decirlo, para lavarle el pulóver a Caridad, ya que tanto lo había usado.
Iban todas las amigas, excepto Fefita la chivata y se encontraron de frente, por el medio de la calle con el hermano de Lázara, Perico, que ya no era aquel flaquito de antes, sino que había crecido y echado hombros. Perico llevaba todos sus músculos marcados y la gente no se lo podía creer ¡Se había metido en el pulóver de Caridad! ¡Qué bien le quedaba!

Caridad no se puso brava, pero la prenda no volvió a ser la misma, ya que como Perico se la había puesto húmeda y bajo mucha tensión, por algún misterio de la física se le quedó marcada para siempre la forma de su cuerpo musculoso como si de un molde de yeso se tratara.