Aunque no se le pueda restar mérito, es viable ser valiente ante un
enemigo que enseña su cara. En ese sentido los héroes colectivos como el propio
Guaytabó son frecuentes.
¿Pero cómo disponerse a enfrentar a un enemigo que no se sabe quién es?
Una epidemia, una catástrofe, una “presencia” o fenómeno paranormal.
Eso sucedió un día en que Perico comenzó a hacer historias de miedo a
sabiendas de que no era difícil llevar a sus dos hermanos al paroxismo del terror.
Hasta que, efectivamente, unos ruidos muy extraños comenzaron en el dormitorio
de los padres, que como era habitual a aquella hora de la tarde, se encontraban
ausentes.
Se oyó un encontronazo dentro del cuarto. Piti gritó desfigurado por el
llanto. Perico saltó como un resorte y Lázara sintió que no podía correr, ni
moverse siguiera.
-
¡Consuelo… abuela!... – Comenzó a gritar a voz en
cuello Piti mientras abría la puerta y se encaminaba directamente a la escalera.
Los gritos de Piti eran tan
potentes que resonaban haciendo eco en todo el edificio. Él ya había bajado el
piso que los separaba y sonaba con toda su fuerza la aldaba de hierro en la
puerta de la octogenaria viuda.
-
¿Qué le pasa a mi niño? – dijo ella toda consternada y
cariñosa, y estrechándolo en un instante contra su gran busto.
-
¡Hay un fantasma en la casa! - Fue el alarido de Piti.
Consuelo miró a Perico buscando una explicación.
-
Sí, parece que hay alguien en el cuarto de Papá y Mamá
–argumentó en tono muy maduro el mayor de los hermanos.
¿Los creía Consuelo? Al menos comprendió que no estaban abusando de Piti,
en el sentido de que la actitud de ambos no tenía nada que ver con las bromas.
-
Tenemos que llamar a Encarnación- Fue la salida que
encontró la anciana.
Encarnación no llegaba a los 80, pero estaba también rolliza y más
compacta. Además no tenía papeles de estar enferma oficial del corazón, como
Consuelo, y podría ser de una gran ayuda en aquel peligroso momento. A pesar de
todos los celos que sentían los hermanos mayores por la predilección de Consuelo hacia Piti, la preferían mil veces a
Encarnación que era la encarnación de la antipatía.
-
¿Y por qué no llaman a sus padres?- Fue la primera
salida de la odiable vecina.
-
Porque no están. Están en el trabajo.
-
¿Y qué tengo que hacer yo?
-
Acompáñame, Encarnación, que tú sabes que yo estoy
enferma del corazón.
Por los niños Encarnación no habría ido, pero por Consuelo tenía que ir,
porque le debía muchos favores.
Las dos viejas tomaron unos pesados palos que había en el patio de
Consuelo. Encarnación llevaba los restos de un buen mueble viejo, lleno de
clavos y puntillas. Consuelo un bate de béisbol que ella misma le había
regalado a Piti.
Subieron las ancianas cautelosamente la escalera, con los dos hermanos
detrás, hasta llegar a la puerta abierta del apartamento en cuyo salón, pálida,
como un espectro permanecía Lazarita.
-
¿Dónde está el fantasma?
-
Nosotros sentimos el ruido en el cuarto de Papá y
Mamá.
-
¡Por el poder de Cristo y la fuerza de Saravanda Siete
Mundo Vencebatalla! ¡Siá cará, sale de ahí quien quiera que seas!– Dijo
Consuelo abalanzándose mientras los niños titubeaban haciendo acopio de valor
para seguirla y Encarnación se quedaba en la puerta observando meticulosamente
el desorden y suciedad de la sala-comedor.
Se abrió de golpe la puerta del armario como una clara respuesta a la
invocación. Los niños gritaron, Encarnación desapareció en el acto como si ella
misma fuera el fantasma, Consuelo se llevó la mano al corazón y levantó su arma tan alto como pudo.
Por debajo de su punto de mira, pues quizás los espíritus incorpóreos tienen
la misma estatura que los encarnados, salieron Despojo, el perro, y Mapiangona, la gata, uno detrás del otro sin
siquiera mirar, molestos, como dos amantes sorprendidos en un buen momento.
Los niños miraban a Consuelo como a una verdadera heroína y ella se
sentía orgullosa de haber resuelto el misterio en una acción realmente
valerosa.
Sin embargo de Encarnación
no se supo nada más en muchos días y aún entonces hizo como si aquel incidente
no hubiera jamás ocurrido.
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