¿Por qué existía ese lugar donde se podía estar mejor que en casa?
¿Por qué le gustaba un poco el olor del solar casi pestilente?
¿Por qué allí la gente entraba y salía, pasaba y hablaba a gritos, sin
que los padres de su amiga le dieran la menor importancia? Parecían tan
despreocupados... Y el padre era de aquellos que retozaba y jugaba como un
hermano más de sus hijos.
Lo dejaban todo a medio hacer para ir a escuchar la novela, y a esa hora
ninguno gritaba, ni decía una palabra más alta que otra. Y mira que había
vecinos.
Podían jugar durante horas sin que nadie pareciera molestarse, y
después, sin pedir permiso, irse a ver los pececitos de colores que vendía la
vecina de enfrente, los cuales no tenían absolutamente nada que ver con los
guajacones que su hermano pescaba en el agua negra del Castillo de la Punta.
Al llegar la tarde tenía que regresar con el juego de monopolio bajo el
brazo y no debía faltar ninguna pieza. Sin embargo, el hecho de que su padre le
permitiera sacar el juego de casa era una señal de que tampoco era insensible
al extraño aroma de felicidad que respiraba la familia de Elisa. ¡Quería mucho
a Elisa, Lazarita!
¿Por qué pueden los niños querer así?
¿Por qué se pierde esa manera de querer?
Digan lo que digan los que digan otra cosa, uno sólo dijo la verdad: “Los
niños son los que saben querer”.
Un día Elisa no quiso abrir las puertas de su cuarto en el solar. Nunca
más las quiso abrir quién sabe si a nadie o si sólo a su amiga Lázara. Quién
sabe si eran sólo las puertas de su cuarto o también las de su pequeño y bonito
corazón.
Lazarita supo después de ríos de lágrimas que el padre de Elisa, el contento,
el despreocupado, el buen tipo, el juguetón, el amado padre, sol de la casa de
aquella familia feliz en la que se sentía mejor que en la propia, se había ido
en un barco por el Mariel. Se había ido sin decir adiós ni a su bella y alegre
mujer, ni a Elisa, ni a sus otros dos simpáticos hermanos. Lo confirmaron meses
después de que la sospecha comenzara a aflorar.
Años después Lazarita escuchó decir a alguien con gran admiración que el
galante señor se había casado con una americana rica en la Yuma y que le iba muy
bien. Supo también, porque lo vio con sus ojos, que el solar de Elisa se había
derrumbado de repente una noche en que la mayoría de los vecinos dormían allí.