Piti tenía una abuela que no tenían ni Perico ni Lázara, a pesar de que
eran hermanos carnales. Era así porque era el más pequeño y el más lindo, y la
señora Consuelo, una viuda adinerada de
más de 80 años, se enamoró de él un día que aquel chico de sonrisa irresistible,
inocente y pícaro al mismo tiempo, la puso en evidencia delante de otros
vecinos.
-
Consuelo, se te ve el culo por delante- y se tapó la
cara porque le daba vergüenza pronunciar la palabra culo.
Quizás ella estaba orgullosa de su repleto escote. El caso es que
aquello la cautivó y lo adoptó inmediatamente. Con celos y envidia difíciles de
sobrellevar, Perico y Lázara tenían que sufrir que ella lo invitara a su
apartamento y lo obsequiara con frutas y golosinas que estaban totalmente vedadas
para casi todo el mundo, con más razón para ellos.
Piti podía hacer y decir cualquier cosa pues todo era la gracia de un
príncipe, mientras que a los otros dos, niños también, sólo les estaba
permitido observarlo todo a una educada distancia. Porque Consuelo también los
recibía en su vivienda y les consentía escuchar junto a ella las aventuras de Guaytabó
y hasta mirar los muñequitos en su televisor en blanco y negro, charlar durante
horas de cosas sin importancia, mientras Piti la abrazaba o la tomaba de las
manos. Nunca los rechazó. Lejos de eso, parecía tener todo el tiempo del mundo
para aquellas largas y contenidas visitas, pero dejaba muy en claro la gran
diferencia que había entre su adorado Piti y sus dos hermanos incoloros.
Piti comenzó a recibir clases privadas de música clásica y de inglés en
el apartamento de Consuelo. Un regalo para toda su vida, pagado íntegramente y sin regateos por ella.
Alguna vez Perico y Lázara se quejaron a su madre de lo que consideraban
una injusticia. Normalmente un mango se debía compartir entre todos ¿Por qué si
además era un mango enorme, se lo comía Piti solo delante de las caras
anhelantes de sus hermanos, sentados a la misma mesa, de la vecina, claro está?
No había respuesta, o sí que la hubo, pero muchos años después cuando ya
no dolía. Cuando ni un mango, ni un bombón de chocolate tenían la misma
importancia.
Más de 10 años después el padre decidió hablar y explicar crudamente sus razones. A la madre le faltaba el valor.
Un babalao les había recomendado encarecidamente desde el primer momento
en que preocupados, le consultaron la situación, no ir en contra de esta preferencia
de Consuelo: No interferir en los favores o privilegios que Piti recibiera de
ella.
La razón era que Piti tenía “letra” de chulo, y era un destino que había
que marcar de alguna manera “para que se cumpliera”. Así no sería tan acentuado
cuando llegara a ser adulto. Y los mismos padres de Perico y Lázara preferían
que Piti no llegara a ser nunca un chulo en toda regla. Esa prevención del
babalao no la hubieran podido explicar nunca a los otros hermanos cuando
todavía eran niños; pero tampoco querían dejar solo a Piti en brazos de
Consuelo, porque aunque estaban seguros de que ella lo cuidaba, lo protegía e
indiscutiblemente lo amaba, algunas veces se preguntaban inquietos cuál era la verdadera
consistencia de ese amor que conservó e hizo patente hasta después de su
muerte.