martes, 28 de abril de 2015

AMORES SIN TIEMPO

Piti tenía una abuela que no tenían ni Perico ni Lázara, a pesar de que eran hermanos carnales. Era así porque era el más pequeño y el más lindo, y la señora Consuelo,  una viuda adinerada de más de 80 años, se enamoró de él un día que aquel chico de sonrisa irresistible, inocente y pícaro al mismo tiempo, la puso en evidencia delante de otros vecinos.
-          Consuelo, se te ve el culo por delante- y se tapó la cara porque le daba vergüenza pronunciar la palabra culo.
Quizás ella estaba orgullosa de su repleto escote. El caso es que aquello la cautivó y lo adoptó inmediatamente. Con celos y envidia difíciles de sobrellevar, Perico y Lázara tenían que sufrir que ella lo invitara a su apartamento y lo obsequiara con frutas y golosinas que estaban totalmente vedadas para casi todo el mundo, con más razón para ellos.
Piti podía hacer y decir cualquier cosa pues todo era la gracia de un príncipe, mientras que a los otros dos, niños también, sólo les estaba permitido observarlo todo a una educada distancia. Porque Consuelo también los recibía en su vivienda y les consentía escuchar junto a ella las aventuras de Guaytabó y hasta mirar los muñequitos en su televisor en blanco y negro, charlar durante horas de cosas sin importancia, mientras Piti la abrazaba o la tomaba de las manos. Nunca los rechazó. Lejos de eso, parecía tener todo el tiempo del mundo para aquellas largas y contenidas visitas, pero dejaba muy en claro la gran diferencia que había entre su adorado Piti y sus dos hermanos incoloros.
Piti comenzó a recibir clases privadas de música clásica y de inglés en el apartamento de Consuelo. Un regalo para toda su vida,  pagado íntegramente y sin regateos por ella.
Alguna vez Perico y Lázara se quejaron a su madre de lo que consideraban una injusticia. Normalmente un mango se debía compartir entre todos ¿Por qué si además era un mango enorme, se lo comía Piti solo delante de las caras anhelantes de sus hermanos, sentados a la misma mesa, de la vecina, claro está?
No había respuesta, o sí que la hubo, pero muchos años después cuando ya no dolía. Cuando ni un mango, ni un bombón de chocolate tenían la misma importancia.
Más de 10 años después el padre decidió hablar  y explicar crudamente sus razones.  A la madre le faltaba el valor.
Un babalao les había recomendado encarecidamente desde el primer momento en que preocupados, le consultaron la situación, no ir en contra de esta preferencia de Consuelo: No interferir en los favores o privilegios que Piti recibiera de ella.

La razón era que Piti tenía “letra” de chulo, y era un destino que había que marcar de alguna manera “para que se cumpliera”. Así no sería tan acentuado cuando llegara a ser adulto. Y los mismos padres de Perico y Lázara preferían que Piti no llegara a ser nunca un chulo en toda regla. Esa prevención del babalao no la hubieran podido explicar nunca a los otros hermanos cuando todavía eran niños; pero tampoco querían dejar solo a Piti en brazos de Consuelo, porque aunque estaban seguros de que ella lo cuidaba, lo protegía e indiscutiblemente lo amaba, algunas veces se preguntaban inquietos cuál era la verdadera consistencia de ese amor que conservó e hizo patente hasta después de su muerte.

martes, 21 de abril de 2015

LA AVENTURA DEL JUEGO

Todavía no se habían masificado los ordenadores personales, y daba igual, porque siguen sin masificarse en un agujero donde el tiempo se detuvo sin que los seres y los objetos dejaran de envejecer. Los pocos que tenían televisión todavía la miraban en blanco y negro, o la siguen mirando si la conservan, como los refrigeradores, los coches, o las mismas casas. Entonces podían escoger entre dos canales ¿y qué? Lazarita tampoco tenía televisión. Sólo tenían radio ¡oh, la radio!...
Porque además ella no podía jugar a las casitas, ni a las muñecas, ni a las princesas, ni a las maestras, y no es que no pudiera jugar en general, no… Podía jugar muchísimo pero tenía que ser a los detectives, a los ladrones, a los vaqueros, a los samuráis o a los aventureros. Cuando quedaban solos en el apartamento los tres hermanos jugaban también al básquet, al béisbol, al fútbol y al esquí, esto último sólo si había suficiente talco y si las medias no estaban demasiado agujereadas, ya que el juego requería de grandes cantidades de este fino polvo y calcetines lo más sanos posible para conseguir una correcta calidad de deslizamiento.
En los juegos nadie conservaba su nombre y Lazarita se llamaba Howard si era detective, Jack si era un ladrón, Peter, si era un vaquero, o Toschiro, si era un samurái. Howard bebía de vez en cuando pequeñas cantidades de whisky inodoro, incoloro y sin sabor.  Jack solía ser bastante alevoso a la hora de arrebatarle la cartera a James, que no era otro que Perico arrodillado. Peter sabía sonreír de medio lado y luego se quedaba hablando siempre así para lograr la caracterización de cowboy. Toschiro se las veía difícil para vencer a Ichi, otra vez Perico, aunque éste era completamente ciego, lo que se garantizaba con un vendaje concienzudo de los ojos.
 Cuando jugaban a los aventureros ¡qué casualidad que Perico era siempre Guaytabó! Ella tenía que ser el Charro Quiroga, y aunque hubiera preferido el papel de Perico,  lo de llevar pistolas y cartucheras daba mucha cuerda  y se podía estar un buen tiempo en situación con el personaje. Piti debía ser Apolinar Matías. Nadie sabía si el “recio cazador” llevaba bigotes, pero el pequeño demoraba bastante el comienzo del juego en su trabajo de maquillarse un buen mostacho.

Los hermanos crecían sin video juegos, sin televisión, sin chocolate y con una lista interminable de pequeñas y grandes carencias, pero no lo sabían, tampoco se aburrían. Vivían la permanente aventura de la imaginación.

martes, 14 de abril de 2015

LEALTAD

 La siesta tortura era el castigo preferido de los padres de Lázara y consistía en eso, tener que dormir una siesta colectiva sin tener ganas. ¡Qué casualidad que mientras “dormían”, los papás también se auto castigaban! Y nada de dormir sobre una hamaca colgada entre dos árboles, como muchas veces hacía el Charro Quiroga cuando tenía que esperar durante horas por su amigo Guaytabó. No… a dormir en dos literas estridentes que parecían protestar ellas mismas por el calor. En realidad nunca dormían.
Pero el correctivo esta vez fue inmovilización sobre silla, segundo en la lista de preferencias.
El padre llevó él solito a Despojo al veterinario y había que esperarlo sentado. Quizás iba a regresar sin el perro. ¿Qué importaba el castigo cuando el gran compañero probablemente estaba reventado por dentro? ¿Cómo podían existir peligros tan macabros?
El temerario Perico, se arriesgaba a levantarse de vez en cuando, iba de puntillas hasta el balcón y regresaba corriendo. Lázara y Piti hubieran preferido hacerse pipi en el asiento antes que desobedecer, a pesar de que la mamá tampoco estaba en casa.
Después de algunas horas el papá regresó con un saco que colocó en el suelo. Despojo asomó la cabeza y salió eufórico y torpe, con un yeso blanco en una de sus patas traseras. Según el veterinario, el hecho de haber tenido la sangre caliente en el momento de la caída lo había salvado del horrible reventón. El castigo se convirtió de repente en una fiesta, donde Despojo era el agradecido agasajado. La alegría duró varios días… hasta que el animalito en un arrebato de energía ¡se quitó el yeso!

Ese  yeso suelto con forma de pata de perro quedó para siempre como propiedad común de los tres niños y de Despojo. Ni los progenitores, ni ninguna otra persona lo podían tocar, pues salía a relucir una faceta agresiva y extraña en la conducta del perro. Ninguno que no fuera de la cofradía podía acercarse demasiado a ese yeso, tal y como si fuera un arma secreta o un amuleto colectivo. Había que aceptarlo así y tanto el padre como la madre estuvieron de acuerdo en reconocerlo. Después de todo ¿quién hubiera podido tomar algo de la montura de Okuko, sin el consentimiento de Guaytabó? ¿Quién hubiera podido acercársele mientras dormía si su fiel caballo estaba junto a él?

martes, 7 de abril de 2015

BALCONES DE LA HABANA

Cuando los tres hermanos, como un equipo de rescate, lograron salir furtivamente de la casa del viejo Ricardo con el descalabrado perro Despojo malamente cargado a seis manos, no sabían que justo en el instante en que ellos como unos ladrones bajaban la escalera del temido vecino, una pelota de beisbol de las de poly,  es decir, de las más duras,  había entrado por la puerta del balcón, sobrevolado toda la casa, atravesando en línea recta el salón y casi todo el pasillo hasta caer de severo rebote en la mesa de la cocina donde toda la familia escuchaba la novela de Guaytabó. Para mayor precisión, en el momento en que la transmisión cerraba con un exultante momento de tensión. La familia no pudo saber cuál había sido el final del capítulo.
Ricardo, temblando de rabia y frustración  se dirigió al balcón. Los tres hermanos lo sintieron desde la acera y quedaron nuevamente paralizados, sin atreverse a dar el portazo final, por miedo a que el viejo dedujera lo que no había sido capaz de ver en su propia casa y frente a sus ojos. Conocían a Manolito, el niño que ahora estaba en la acera de enfrente mirando suplicante al furioso vecino.
-          Ricardo, perdone, que la pelota se me fue de jonrón. No fue con intención. El jonrón si fue con  intención, pero yo no quería que entrara en su casa. ¿Usted podría devolverme la pelota, por favor?
-          Mira, muchacho, lo único que te voy a decir es que esa pelota tú no la vas a volver a ver más nunca en tu vida. Así es que mueve el culo y lárgate de mi vista, mariconcito de mierda.
-          Usted no me tiene que ofender. – dijo Manolito a punto de llorar – Se lo voy a decir a mi papá…
-          Se lo dices a tu papá, a tu mamá… y al marido de tu papá.
Los niños, vieron cómo Manolito se alejaba presuroso con un puchero entre los labios y se perdía al doblar la esquina. No sabían si Ricardo continuaba en el balcón. Quizás era mejor dejar la puerta abierta, pues en cada caso un portazo en la casa del ogro ya no iba a pasar desapercibido. Pero tenían miedo de moverse. ¿Y si al verlos despertaba el subconsciente dormido del vecino y recordaba de repente lo que no había sido capaz de ver con sus ojos abiertos? El instante en que los tres hermanos le pasaban por delante en la misma cocina de su casa cargando un perro agonizante, mientras él escuchaba la novela.
Piti se esforzaba acariciando al perrito Despojo para que soportara su propia agonía.
Un instante después, apareció de nuevo Manolito en la esquina de la mano de su papá. Parecían un original y una réplica en miniatura. Los dos de brazos fuertes y musculosos, hinchados por debajo de la manga de la camisa, el tórax muy ancho, y el cuello de toro. Algún día Manolito sería tan imponente como su padre.
-          ¡Ricardo!...
Por añadidura el padre tenía una voz de trueno. Por la llamada del padre los niños comprendieron que en ese momento Ricardo no estaba en el balcón y que habían perdido la oportunidad de escapar, pero ya era tarde. Además, aquello se estaba poniendo más interesante que el final del capítulo.
-          ¿Me solicitan?...
La voz de Ricardo sonó frágil, incluso agraciada cinco metros más arriba.
-          ¿Qué fue lo que usted le dijo a mi hijo?...
-          ¿Ah… usted es el padre?... – la voz casi parecía la de una vieja- Pero muchacho…  ¿por qué has traído a tu padre… si yo lo que estaba bromeando contigo?... En  serio, ¿tú creíste que yo me iba a quedar con la pelota?
-          Yo lo que le pregunto es ¿qué fue lo que usted le dijo a mi hijo?
-          Mira la pelota aquí… muchachón – gritó Ricardo al tiempo que se le escapaba un  gallo- cógela… ¡Mira como la cogió en el aire! Tremendo pelotero que es este  muchacho.
-          Manolito… ¿qué fue lo que te dijo este viejo?
-          ¡Que era una broma…! –Gritó Ricardo como un viejo rockero- ¡Lo que le haya dicho era una broma!... Vamos, que son niños, y nosotros somos adultos.
-          Sí, pero yo quiero reírme un rato, - respondió el padre con un vozarrón tenebroso- tíreme la llave, que yo voy a subir un momento a que usted me repita el chiste.
-          No hace falta que te tire la llave, Papá. La puerta de la calle está abierta. Mírala.
Lázara, Perico y Piti echaron a correr con Despojo en brazos. Ya no lograrían de ningún modo pasar desapercibidos.
Por increíble coincidencia tampoco Ricardo fue capaz de reparar en ellos esta vez, ni de asociarlos en ninguna manera con la puerta abierta de su vivienda, concentrado como estaba él mismo en sostenerse sobre sus piernas, sin dejar escapar ningún fluido, a la vista del forzudo que se aprestaba a salvar la altura que los separaba.

Cuando los niños volvieron a mirar atrás ya no vieron ni a Ricardo en el balcón, ni a Manolito y su padre en la acera de enfrente. Nunca supieron cuál había sido el final de ese capítulo.