viernes, 16 de octubre de 2015

VOCES Y CARAS

Como soy adicta a la radio conozco primero a las figuras públicas por su voz, o por lo que se dice de ellas que por su imagen. He tardado mucho en identificar la estampa de grandes políticos, por ejemplo, a pesar de saber tanto sobre ellos como cualquier ciudadano común. Lo mismo con artistas cuyas obras tengo “fichadas” en mi preferencia. En ambos casos podría ser que me hubiera cruzado con ellos en la calle sin identificarlos. Mejor así.
No obstante, debido a mi debilidad audio-afectiva, me ha sucedido que algún que otro comentarista, periodista o simplemente entrevistado me ha cautivado, no sólo por su voz, no sólo por lo que haya dicho, sino por la manera de decirlo, y me ha sucedido que me he enamorado oralmente… o auditivamente, quizás sea más exacto. Entonces he trabajado en  la ferviente tarea de encontrar a esa persona, de descubrir su imagen, de que se me presente, ya que yo no puedo presentarme ante ella.
Puedo decir que en el 90 % de los casos ha sido un chasco. No es que sea gordo, no es que sea bajito, no es que sea diente frío, o que le falte algún incisivo. Tampoco que sea joven, atlético, o que tenga los músculos más pronunciados que el promedio. Es que no se corresponde en ninguna manera con mi imaginación. Y me sobreviene el desencanto.
Es tan fuerte el poder de ese desencanto, que ya nunca, jamás de los jamases, volverán a tener para mí la misma importancia las elocuciones de ese individuo.
Lo mismo sucede con las presentadoras, animadoras o periodistas. Hay una en particular a la que admiro tanto, por su inteligencia, sentido del humor, conocimiento de causa, erudición, que no la quiero buscar en internet. Ya. Que se quede así, como yo me la imagino. Y me la imagino como una mujer de 60 años, pelo ondulado con pocas canas, todo sobre el castaño, y facciones regulares.
Sólo por un razonamiento inverso puedo comprender a los actores del cine mudo a quienes sucedió lo contrario. Personas que tenían aquel “Garbo”, aquella imagen… y que no podían poner su propia voz a esa altura. Lo siento… debe haber sido terrible, porque comprendo que el desencanto de los espectadores habrá sido muy real. Ellos no podían, ni tenían que fingir.
Pero también sucedió lo mismo a los galanes, damas y primeras figuras de la radio cuando comenzó a masificarse la televisión, y eso fue de un día para otro.
¿Cómo presentarle al público que la muchacha virgen, asediada por su patrón,  con alma de ángel, y con belleza de top-model-erótica no descubierta, era una cincuentona entrada en carnes, con verrugas y dientes manchados pero… con una primorosa voz?
¿Cómo decirle que el malo-malísimo tenía tremenda cara de buena gente, que el equivalente a súper man era un pobre flaco casi tuberculoso y bastante desco…yuntado?
Eso tiene que haber sido muy duro, no sólo para los actores y protagonistas de aquella caída de telón, sino también para el público. Sí, porque el público vivía de esa ilusión. Iba a trabajar cada día pensando en el  capítulo que tocaba y en donde todas sus emociones se iban a condensar en un beso entre… ¡que estafa!...
Lo difícil es que no hacía falta que la muchacha virgen fuera en realidad una cincuentona. Ni que el malo tuviera cara de come…mieles, ni que superman fuera débil físicamente. No. Lo difícil es que como quiera que fuesen no serían nunca como se los había imaginado cada uno de los radio oyentes. No, aunque fuesen bellos, jóvenes, con caras de ángeles o de diablos.

Un día mi padre me invitó a ir a una grabación de “La Flecha de Cobre”, la serie radial que da título también a la primera novela de la saga “Guaytabó”.
Guaytabó era interpretado por el actor Mario Limonta, una gran voz, a la que no demeritaba la gran estampa de un mulato bien proporcionado y en edad madura. Pero yo había imaginado a Guaytabó como un joven indio.
El Charro Quiroga, el astuto mejicano, dicharachero, alegre, compañero inseparable de su guitarra, era interpretado por Alden Knight, un negro muy masculino, tengo que decir, y con una gran personalidad que obviamente, nada tenía que ver físicamente con un charro mejicano.
Apolinar Matías. Ese estaba un poco más cerca de la realidad de la imaginación, pues El Recio Cazador era quizás un gaucho emigrante o vagabundo ya entrado en años, al que interpretaba Ricardo Dantés, creo que argentino, ya viejo como el personaje, y al que le pedí la letra de un tango, “Nostalgias”, que días después me fue entregada con minuciosa y perfecta caligrafía a través de mi padre.
El Chino Ramón, un chino, con duro acento chino, practicante del Kung fu, tenía la magistral interpretación de Carlos Paulín, que había sido galán, pero que a mis ojos de niña, era en ese momento un señor gordo, alto, calvo,  que tenía el poder de transmitir solamente con su voz toda la fragilidad física de un menudo chinito.

Al día siguiente cerré los ojos. Requería de toda mi concentración  para que Guaytabó siguiera siendo un indio joven de estatura media y facciones regulares, el charro Quiroga, un astuto mejicano, buen mozo y conquistador, Apolinar Matías un recio cazador (más alto que la media y ciertamente curtido por la dureza de su vida) y  el Chino Ramón un pequeño y delgado, casi insignificante chinito de agilidad insuperable.

Me era difícil, escuchar las aventuras tal y como las había disfrutado antes de ir al estudio de radio. No podía dejar de pensar en el cómico efectista mientras sentía las pisadas de los caballos, pero así, con los ojos cerrados y regresando a todo lo que me habían sugerido aquellas voces en su estado puro y original, atrapada por la trama en la que no había lugar para el descanso o la distracción lo conseguí, y mi conquista no pudo ser jamás contaminada. Fue para siempre.